La primera vez que acudí al confesionario no levantaba un palmo del suelo. Fue en la parroquia de San Bartolomé, de la ciudad de Jaén, ya que en su demarcación estaba el colegio en el que hice la enseñanza primaria. Por aquellos años la primera confesión y la posterior comunión se hacía por colegios enclavados en las feligresías.
Tras la correspondiente preparación en la catequesis, en la familia, en la escuela católica, acudimos aquella tarde de mayo los niños que recibimos el sacramento por primera vez. El templo estaba en una penumbra anunciadora de la importancia de la confesión primera, para salir, acabado el acto, a la luz de la plaza que alberga el recinto religioso.
La catequista Nieves nos hizo las últimas recomendaciones propias de los requisitos exigidos para hacer una buena confesión de los propios pecados.
Estaban tres confesionarios ocupados por los sacerdotes de la parroquia. Cuando terminó el niño que iba delante, la catequista me condujo ante un cura santo: Don Rafael Serrano Pardo, quien estaba ciego desde hacía años. Por este motivo celebraba siempre la misma fórmula de la Misa dedicada a la Virgen, era la que deseó aprenderse de memoria en latín.
Don Rafael tenía una inmensa devoción por el Cristo de la Luz, situado aún en una hornacina enclavada en la calle de La Muralla, haciendo rincón con la vieja casa del último pregonero que existió en la ciudad de Jaén, dentro de la feligresía de San Bartolomé.
Cuando acabé la primera confesión, don Rafael me dijo: "Tú sabes que soy invidente, pero tengo un oído que siento crecer la hierba del jardin de la plaza, vente siempre por aquí, y verás lo feliz que estarás perdonado por Dios".
Este fue un firme propósito que siempre cumplí.
Hasta que el Señor llamó a don Rafael a su seno. Estuve en el entierro, toda la parroquia lloraba la muerte de un santo y sabio sacerdote.
Tomás de la Torre Lendínez