¿Cómo entender entonces que debemos servir a Dios? Leamos lo que nos indica San Ambrosio de Milán:
Que nadie se gloríe de lo que hace, puesto que es, en la más simple justicia, que debemos al Señor nuestro servicio... Mientras vivimos, debemos trabajar para el Señor. Reconoce, pues, que eres un servidor dedicado a muchos servicios. No te pavonees de ser llamado «hijo de Dios» (1Jn 3,1): reconozcamos esta Gracia, pero no olvidemos nunca nuestra naturaleza. No te envanezcas de haber servido bien, porque no has hecho más que lo que debías hacer. El sol cumple su función, la luna obedece, los ángeles hacen su servicio. San Pablo, «instrumento escogido por Dios para los paganos» (Hch 9,15), escribe: «No merezco ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios» (1Co 15,9). Y si en otra parte muestra que no tiene conciencia de falta alguna, añade seguidamente: «Pero no por eso quedo absuelto» (1 Co 4,4). Tampoco nosotros no pretendamos ser alabados por nosotros mismos, no adelantemos el juicio de Dios. (San Ambrosio. Sobre el Evangelio de San Lucas 8, 31-32)
¿Qué hace el evangelizador? Dispersa la semilla del Reino entre los seres humanos. El evangelizador no es capaz de convertir a nadie, porque la conversión se produce entre cada uno de nosotros y Cristo. El evangelizador clama en el desierto, como San Juan a Bautista, al que sólo escuchan los que van al desierto.
No cabe duda que el impuso de la Nueva Evangelización ha dado resultados positivos, pero si somos honestos aceptaremos que los esfuerzos son tremendos, para los pocos peces que sacamos en nuestras redes. ¿Qué nos pasa?
En parte tendemos a crear las condiciones ideales para la evangelización, pero no contamos con que la evangelización no depende de las condiciones externas, sino del corazón de cada uno de nosotros. Cada corazón necesita una palabra y un camino particular. Esto se hace cada día más evidente, ya que la sociedad no es homogénea en ningún sentido. Ni siquiera el lenguaje lo comprendemos de la misma forma.
La postmodernidad nos lleva a crear guetos, tribus, grupos donde nos buscamos la comodidad de vivir la fe sin tener que enfrentarnos con la diversidad. Tendemos a crear "iglesitas" cómodas y estables donde vivir sin casi tocar el exterior.
Por todo ello, por mucho que nos esforcemos “no pretendamos ser alabados por nosotros mismos”, ya que la alabanza no es nunca el verdadero éxito, que es la santidad. Santidad que conlleva perdernos a nosotros mismos, lo que es precisamente en mayor fracaso personal, visto desde el punto de vista social. Evangelicemos a tiempo y a destiempo, sin esperar nada a cambio. Salgamos de nuestros guetos y nuestras zonas de confort. El premio vendrá, en su momento, en la gloria del Señor. Ahora nos toca llevar la Palabra de Dios a todoi aquel que necesite de nosotros. Lo que ocurra luego, es cosa de cada persona y Dios.