En la vida de todo cristiano existen momentos de enfrentamiento con lo establecido. Son momentos de prueba en los que es necesario revestirse de las armas de la Luz, las armas de Cristo. Muchos nos hablan de que tenemos que ser el martillo de los infieles, dispuesto a machacar, con saña, a quien contradiga lo que creemos que es verdad. Pero esto dista de ser así. No se trata de un combate donde buscamos hacer el mal y ganar, sino todo lo contrario, es una celebración donde compartir el bien y perder. Perdernos a nosotros mismos, para que nos gane el Señor ¿Cómo es posible esto? Veamos lo que nos dice San Juan Crisóstomo:
Lo que hicimos entonces, hagámoslo ahora: sacudamos la modorra, arranquemos los sueños de la vida presente, salgamos de nuestro sueño profundo y revistámonos con el traje de la virtud. Esto es lo que el apóstol nos dice claramente: “Rechacemos las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz” (v. 12). Ya que el día nos llama a la batalla, en el combate.
¡No os alarméis al oír estas palabras de combate y lucha! Si revestirse de una armadura pesada es doloroso, en cambio es deseable revestirse de una armadura espiritual, porque es una armadura de luz. Así brillarás con un resplandor mayor que el del sol, y brillando con un intenso resplandor, estarás segura, porque estas son las armas…, las armas de la luz. Entonces, ¿estamos dispensados de luchar? ¡No! Hay que combatir, pero sin llegar al cansancio y sin pesadumbre. Ya que esto es menos que una guerra, a la que se nos invita, que una fiesta y una celebración. (San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la carta a los Romanos, n°24)
¿Cómo puede ser el combate, una celebración? Cristo nos dijo que amáramos a nuestros enemigos y por lo tanto, el combate es una lucha de testimonio, de alegría interior y de caridad. Nuestra armadura es la santidad y nuestra espada es el testimonio. La fuerza es la justicia y la táctica es la misericordia. La táctica es la caridad, que en ningún momento puede faltar.
Pensemos en Santa Mónica, que con paciencia y oración, consiguió que su hijo, Agustín, se convirtiera al cristianismo y se vistiese de luz para combatir a quienes pretendían otros cristianismos diferentes. San Agustín no utilizó la espada física, sino el templado metal de su palabra y su capacidad de acogimiento de la Verdad.
Cuando combatamos ¿Qué signo les daremos a quienes nos observan? El signo de Amor que es Dios. No se trata de quedarnos quietos sin mover un dedo, sino hacerlo uniendo nuestra limitada y desorientada voluntad a la Voluntad de Dios. Sólo en ese caso, el signo que entregaremos será el signo de la Verdad, el signo del combate por conocernos a nosotros mismos, ya que la armadura es la santidad que Dios quiere en nosotros. La armadura que no desaparece cuando el combatiente se ve sólo e indefenso. Santa Catalina de Siena nos señala la verdadera victoria, que nunca es vencer al hermano que tenemos delante.
Hay algunos que han llegado a ser siervos fieles, que me sirven fielmente sin temor del castigo y sí por amor. Pero este amor es un amor imperfecto, pues me sirven por propio interés, por la satisfacción o gusto que encuentran en mí. ¿Sabes cómo se manifiesta claramente lo imperfecto de su amor? Cuando se ven privados del consuelo que en mí hallan. Con este mismo amor imperfecto aman a su prójimo. Este amor no es suficiente ni es amor que dura, sino que decae y muchas veces desaparece. Aflojan en mi servicio cuando alguna vez, por ejercitarlos en la virtud y para sacarlos de la imperfección, retiro mis consuelos y permito en ellos combates y trabajos. Obro así para que se conozcan a sí mismos, lo poco que pueden por sí mismos si no reciben mi Gracia. En el tiempo del combate corren hacia mí, me buscan y me reconocen como su bienhechor, buscándome con verdadera humildad, pues, aunque les doy y les quito los consuelos, no los privo de la Gracia. (Santa Catalina de Siena. Diálogo, IV)
¿Cómo puede ser el combate una celebración? Porque la santidad nos permite esperar de Dios algo más importante que cualquier victoria humana: nuestra conversión.