No digo que no, porque basta husmear en la red para saber que hay quienes aguardan la sovietización del país para llevar a cabo pogromos, que justifican en el daño causado por la casta, aquí en el papel de comunidad judía, a la plebe, aquí en el papel de gente trabajadora. Algún círculo pide incluso que cuando se vuelva la tortilla se legalice la venganza, esa forma de justicia extrema que, por lo que tienen de inconclusa, ya que se traspasa de generación en generación, acaba siempre en puntos suspensivos.
No digo que no, pero no será fácil. Esto no es Venezuela, aunque tampoco sea Finlandia. Aquí el eurocomunismo, el formato Disneyland París de la Unión Soviética, tendría acomodo porque homenajea al niño yuntero sin violentar del todo al hombre de negocios, pero el comunismo a secas, sin edulcorantes, es rechazado por más de la mitad de una población que reniega tanto de la División Azul como de la plaza Roja.
Lo dice la última encuesta del CIS, cuyos datos confunden a quienes desconocen que cocinar un sondeo no significa dar gato por liebre, sino servir la comida al dente. Y lo que dice, al margen de interpretaciones, es que más de la mitad de los españoles se aferra a lo que hay porque teme a lo que viene: ese remedo de Simón Bolívar que, en su ensoñación, vislumbra el poder en una asamblea al modo en que Maduro vislumbra a Chávez en un chamariz.