La identificación de una forma histórica única, Jesús de Nazaret, con lo “real” mismo, el Dios vivo, es relegada ahora como una recaída en el mito.
Jesús es conscientemente relativizado como un genio religioso entre otros. Lo Absoluto o el Absoluto mismo no puede darse en la historia, sino sólo modelos, formas ideales que nos recuerdan lo que en la historia nunca se puede captar como tal. De este modo, conceptos como Iglesia, dogma, sacramentos, deben perder su carácter incondicionado. Hacer un absoluto de tales mediaciones limitadas o, más aún, considerarlos encuentros reales con la Verdad universalmente válida de Dios, que se revela, sería lo mismo que elevar lo propio a la categoría de absoluto; de este modo, se perdería la infinitud del Dios totalmente otro.
Desde este punto de vista, que domina más el pensamiento que la teoría de Hick, afirmar que en la figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia hay una verdad vinculante y válida en la historia misma es calificado como fundamentalismo. Este fundamentalismo, que constituye el verdadero ataque al espíritu de la modernidad, se presenta de diversas maneras como la amenaza fundamental emergente contra los bienes supremos de la modernidad, es decir, la tolerancia y la libertad. (Card Joseph Ratzinger. Relativismo en teología: la retractación de la cristología. Situación Actual de la Fe y la Teología).
Es curioso que el Card. Ratzinger señale tres elementos que se han puesto en cuestión, de una forma u otra, en el pasado Sínodo de la Familia: Iglesia, dogma y sacramentos. Dicho sea que el cuestionamiento no ha sido de ideas, sino del entendimiento de las mismas:
- Una Iglesia en crisis desde hace décadas ¿Qué somos si no creemos lo mismo, ni de la misma forma? Se propone que puede haber aspectos positivos (dotes y cualidades) que es necesario tomar de fuera. Se propone el acogimiento incondicional, seguido de una gradualidad en la pertenencia a la comunidad.
- Sacramentos. Que se interpretan como signos sociales que generan sufrimiento a quienes se ven excluidos injustamente de la comunidad. Se propone que los sacramentos puedan recibirse a conciencia de quienes los reciben. Así no existirá discriminación social dentro de la comunidad gradual.
- Dogmas. Aunque pueden parecer que son barreras insalvables. Se propone que sean reinterpretados según la realidad actual de nuestra sociedad. Se propone de cambiar la praxis, no los dogmas.
Como indica el Card. Ratzinger, el relativismo pone en cuestión estos tres elementos, con vistas a que pierdan su carácter incondicional y homogéneo dentro la Iglesia. Se entiende que son únicamente mediaciones o elementos creados por nosotros, a partir de la revelación de Cristo y por lo tanto, pueden ser cambiados o reinterpretados, de forma adecuada, para solventar los problemas actuales.
El relativista considera que la Iglesia es una reunión de personas que acuerdan convivir con unas normas propias, que se ajustan al momento histórico y la cultura: “Hacer un absoluto de tales mediaciones limitadas o más aún, considerarlas encuentros reales con la Verdad universalmente válida de Dios, que se revela, sería lo mismo que elevar lo propio a la categoría de absoluto.” Desde su punto de vista, Cristo no puede ser considerado como la Verdad ni puede tener influencia directa sobre la Iglesia: “Jesús es conscientemente relativizado como un genio religioso entre otros.” De otro modo “se perdería la infinitud del Dios totalmente otro”. Es decir, si consideramos que Dios es cercano y actúa directamente sobre la Iglesia, perdemos la cómoda lejanía de un dios incomprensible.
Estas consideraciones nos llevan a considerar la Tradición y Doctrina, como un material socio-cultural, maleable y adaptable a cada momento histórico. Los promotores del cambio radical en la Iglesia, proponen que los dogmas no cambien, para tranquilizar a los católicos conservadores y así adherirlos a su causa. Pero, para que sea posible dejar entrar “el cambio”, los dogmas deben ser reinterpretados para conseguir que la noticia de salvación sea “siempre novedosa”, adecuada a cada persona y a cada momento de la historia.
¿Qué pasa con los que nos oponemos a la deconstrucción de la Iglesia y de la fe? El Card. Ratzinger nos señala que seremos considerados como (despreciables) fundamentalistas: “afirmar que en la figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia hay una verdad vinculante y válida en la historia misma es calificado como fundamentalismo”. Fundamentalismo, que es una “amenaza fundamental emergente contra los bienes supremos de la modernidad, es decir, la tolerancia y la libertad”.
Sino tenemos cuidado, podemos aceptar acríticamente los “bienes supremos de la modernidad” como nuevos absolutos. Es curioso que los relativistas propongan bienes absolutos con tanta facilidad. Esta es una más de las contradicciones implícitas en el relativismo. Estos aparentes bienes no son más que ídolos, falsas imágenes de Dios que nos venden como panaceas universales. Tolerancia como desafecto y lejanía de quien piensa diferente a nosotros. Libertad, entendida como opcionalidad que no debe ser nunca ejecutada totalmente, para no perderse.
Si somos ecuánimes es necesario hablar un poco del otro “bando”, que existir, existe. En el otro bando, tendríamos a los católicos que dan más importancia a las formas y las costumbres, que a la vitalidad del Espíritu. Son los que temen los cambios, porque dejan al descubierto que ya no existe vida dentro de las formas. Imponen normas vacías a quienes no llegan a comprender la razón de estas obligaciones. Tengo la certeza que hay pocos católicos que defiendan esta postura y cada vez son menos. Hay poco que decir sobre este bando. Cristo los perfiló en multitud de ocasiones en los evangelios: “sepulcros blanqueados”, “Hipócritas”, “ven al paja en el ojo ajeno…”, etc.
La defensa de las formas vacías se confunde, interesadamente, con quienes defendemos que las formas necesitan revitalizarse y llenarse de vida. Si las formas pierden la vitalidad del Espíritu, lo peor que podemos hacer es tirarlas como inútiles. Tirar elementos simbólicos con directa inspiración divina, demuestra ignorancia y soberbia. Demuestra que creemos que Dios no ha intervenido directamente en su construcción y que nos creemos “otros dioses” capaces de crear nuevas formas o rechazar todas ellas por inútiles. Demuestra que el pelagianismo no sólo se esconde en los adoradores de formas vacías, sino en los ignorantes que rechazan las formas como limitadoras.