Recordamos aquellos populares versos de Jorge Manrique:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu´es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
No sé explicar mejor lo que la muerte supone para la vida: la muerte nos iguala todos: ricos y pobres, listos y torpes, poderosos y mendigos… Y esta realidad no hace mella en muchos que, como diría el Papa Francisco, parece que pretenden ser los más ricos del cementerio. Y es bueno pensarlo en estos tiempos putrefactos de corrupción, en los que se da adoración a un dios, el dinero, que no nos podrá salvar. No se piensa, evitamos tozudamente la reflexión real de lo que es la vida. Y los ríos, que somos nosotros, van a dar en la mar que es el morir, y la muerte nos iguala a todos.
Pero hay una faceta de la muerte a la que algunos se agarran para no renunciar al poder. Alejandro Navas, en un artículo publicado en la revista Palabra (Octubre de 2014), afirma sutilmente: Quien decide sobre la vida de los hijos no nacidos o de los enfermos desahuciados se asocia a la muerte y sucumbe a la fascinación de erigirse en juez supremo. Es decir, el poderoso quiere serlo más cogiendo la muerte entre sus manos y arrojándola sobre el que le estorba, le molesta, le hace la competencia… De ahí tantos crímenes horrendos que se cometen cada día. Los profesionales de la muerte no son los sepultureros, sino los que son capaces de decidir quién debe morir para vivir él. Y esto ocurre desde que Caín mató a su hermano Abel. La historia de la humanidad está festoneada de muerte sin sentido.
El mismo Alejandro Navas afirma: Salta a la vista la conexión de ese afán de dominio, posibilitado por la ciencia, con la aparición y consolidación de la cultura de la muerte. El hombre moderno no va a respetar nada, tampoco la vida del no nacido o del enfermo terminal. Nietzsche condensaba en dos palabras la noción moderna de felicidad: “Yo quiero”. Ese lema se convierte en el nuevo imperativo categórico. Lo que se puede hacer se hará, también cuando implique eliminar vidas. Y, ¿por qué? Porque Yo quiero. Las consecuencias no me importan. Yo me erijo en legislador y juez implacable. Es una barbaridad, pero así está ocurriendo. La violencia, hasta llegar al homicidio, se está adueñando de los hogares (que ya no son lugares tan seguros), de las calles, de los lugares de diversión, de los parques infantiles, de los vientres de las mujeres… Ahí está al acecho la muerte manipulada por los nuevos dueños y señores de la vida.
Pero como bien dice Navas, el hombre, también el déspota, está sometido a un poder superior: la muerte. Nadie escapa a su jurisdicción… El que mata ejerce la suprema soberanía, decide sobre la vida y la muerte de los demás, se coloca por encima del bien y del mal, juega a ser Dios. De esa manera pretenden los desalmados ejercer la libertad. Hegel dijo: La obra de la libertad absoluta es la muerte” (citado por Alejandro Navas).
En definitiva: la muerte es una realidad evidente. Nuestras vidas van llegando como ríos al mar, algunos pretenden adueñarse de la muerte para ejercer su poderío absoluto, pero a todos llega el final, aunque sea en último lugar. Lo más práctico es contemplar la vida desde la hora de la muerte, y contemplar la muerte desde una vida honesta, que no tiene nada que esconder. Jesucristo dijo: Yo soy la Vida. Y San Pablo afirma: Esto es muy cierto: Si morimos con Él, también viviremos con Él; si sufrimos, tendremos parte en su reino." (2 Timoteo 2, 11). 1 Corintios 15: 55-57:
¿DONDE esta, oh muerte, tu VICTORIA? ¿DONDE, oh sepulcro, tu Aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley; pero a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de Nuestro Señor Jesucristo.
La vida no termina, se transforma.
Juan García Inza