Cuando el alma de un hombre o una mujer encuentra a Dios…, nace en esta alma una imperiosa necesidad de amarle. Pero antes de avanzar en este tema, cabe preguntar: ¿Cómo se encuentra a Dios? Pues de una forma lógica: buscando, ya que el que busca encuentra. San Mateo en su evangelio pone en boca de Nuestro Señor las siguientes palabras: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. (Mt. 6, 33).
Encuentra a Dios todo aquel que le busca, y también algunos que no le buscan, también lo encuentran inesperadamente, cual fue por ejemplo el caso de San Pablo, pero en ambos casos se le busque o no, el resultado es el mismo; se genera en el alma de esa persona una conversión interna que enciende la llama de amor a Dios. Esa llama que en los bautizados, dejó preparada el Espíritu Santo. El Señor empleó dos similares parábolas, para expresar esta diferencia entre el que busca y encuentra, y el que sin buscar encuentra.
Para el primer supuesto, nos habló de un comerciante que buscaba una perla singular. Es también San Mateo el que escribe diciéndonos: "Es también semejante el reino de los cielos a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende cuanto tiene y la compra”. (Mt. 13,45-46). El comerciante buscaba ya que por razón de su profesión se encontraba obligado a buscar y encontró lo que buscaba.
En el segundo supuesto, se trata de alguien que no va buscando, pero casualmente encuentra. Continuando con San Mateo este nos escribe: "Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo”. (Mt 13,44). Cuando uno sale al campo, generalmente sale a pasear no a buscar tesoros, y si se encuentra con uno, es seguro que el hallazgo es inesperado. En ambos casos es de destacar, que ninguno de los dos se arrepintió, ni echó de menos lo que había vendido para comprar la perla o para comprar el campo del tesoro.
Cuando se encuentra a Dios uno se convierte es decir, se transforma. Con respecto a Dios, la conversión, es la recuperación de un alma por Él. En los evangelios se nos habla de este tema cuando trata la parábola de la oveja perdida: "¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido” Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión”. (Lc. 15.4-7).
También puso Nuestro Señor otro ejemplo, por medio de la parábola de la mujer que pierde un dracma. San Lucas recoge esta parábola escribiendo: "O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra?. Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido”. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”. (Lc. 15,8-10).
Con respecto al que se convierte, el alma que se ha transformado, por una conversión, ha sufrido lo que en griego se denomina una “metanoia”, es decir, una transformación. El alma sufre un cambio de mente y los sentimientos de su corazón se modifican, es un cambio de principios y de conducta. A partir de este momento, el amor a Dios pasa a ser el eje y motor de esa alma.
El convertido se ha despojado del hombre viejo y revestido del hombre nuevo, renovado y creado según la voluntad de Dios. El convertido que ha aceptado el amor de Dios, y pasa a actuar en consecuencia a ese amor adquiere la condición de “pobre de espíritu”, es decir, son pobres de espíritu, aquellos que han renunciado a la propia voluntad, para cumplimentar solo la divina. Son bienaventurados, “Porque de ellos es el reino de los cielos”. (Mt 5,3).
La más importante consecuencia de una conversión, es el ansia de amor a Dios que nace en el alma del convertido. Por esto hemos dicho en el encabezamiento de esta glosa, que: Cuando el hombre encuentra a Dios, nace en él una imperiosa necesidad de amarle. Convertirse es cambiar de mentalidad. La escala de valores del convertido se altera sustancialmente, a partir del momento de su conversión, nace en él, el deseo de Dios, el deseo de beber el agua de la vida eterna, el deseo que se expresa en un bello salmo, que nos dice:.
“Como busca la cierva,
corrientes de agua,
así mi alma te busca,
a ti, Dios mío;
Tiene sed de Dios,
del Dios vivo;
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?”. (Sal. 42,2-3)
Cuando se le encuentra, es imposible para el alma humana, no amarle. Podrá uno estar más o menos presionado por las tentaciones, la lucha ascética podrá ser más o menos dura, pero la necesidad del amar a Dios ya ha anidado en el corazón del hombre, y ya no puede dejar de amarle. El fuego de su amor, se ha encendido ya en su corazón, y la fuerza de este fuego, es de tal naturaleza, que puede que no llegue a convertirse en hoguera. El fuego, quizás pueda llegar a extinguirse, aunque siempre quedará un rescoldo, pero es imposible que el alma que ha convertido su amor en un fuego abrasador, este llegue a extinguirse.
Pedro Finkler, escribe que el hombre es un ser necesitado de amar y de ser amado. Si no puede satisfacer esta exigencia natural, la existencia se le vuelve insoportable. La necesidad de amar al hombre es también propia de la esencia de Dios. En esto el Señor, parece un mendigo: “Mira que estoy a la puerta llamando; si no me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos”. (Ap 3,20)”.
El hombre necesita amar, y Dios necesita ser amado. El hombre necesita amar a Dios, porque de Dios procede todo. Dios le ha creado y estos efectos dice Santo Tomás de Aquino: “Toda criatura ha comenzado a existir en Dios antes de existir en sí misma. Deja a Dios, en cierto modo, al emanar de El, y de su esencia al infinito divino, se establece la distancia de lo creado al Creador. La criatura racional debe volver atar, con Dios mismo, ese lazo y reencontrar Aquel con quien estuvo unido antes de existir”. El amor a Dios, es lo único que en definitiva puede dar la felicidad al hombre, pues ha sido creado por Dios y para Dios, y hasta que no encuentre definitivamente a su Creador, jamás podrá hallar la eterna felicidad.
El deseo de amar a Dios, es lo más profundo que un hombre puede llevar en su corazón, y este es, no más que un pálido reflejo del amor infinito que Dios tiene al hombre. Escribe San Francisco de Sales, que: “el deseo de amar y el amor dependen de la voluntad misma; por ello, tan pronto como hemos formado el verdadero deseo de amar, empezamos a sentir amor; y, a medida que el deseo crece, el amor va progresando. Quien desee ardientemente el amor, amará pronto con ardor”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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