Detrás de toda asociación sin fines de lucro, hay personas que no escatiman esfuerzos o recursos para ayudar a que los principales responsables de estos proyectos consigan aterrizarlos en tiempo y forma. Muchas veces, por los estereotipos que todavía pesan en la mayoría de nuestras sociedades, pensamos que todos los ricos son iguales y caemos en adjetivos totalmente fuera de lugar por tratarse de consideraciones demasiado generalizadas y, por ende, injustas, peyorativas. Sin negar la creciente brecha entre quienes lo tienen todo y aquellos a los que le falta hasta lo más elemental, hemos de reconocer excepciones; es decir, hombres y mujeres influyentes que han sabido dirigir su influencia hacia causas especiales, ligadas justamente a la promoción de la persona humana. Este fue el caso de Elena Vallarta, la hija de uno de los más emblemáticos jurisconsultos de México: Don Ignacio L. Vallarta Ogazón (18301893), quien fuera gobernador de Jalisco, Ministro de Gobernación, Ministro de Relaciones Exteriores y presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación[1]. Cualquiera que estudie la materia de Constitucional y Amparo en México, valorará los aportes del Lic. Vallarta[2]. Esta vez, recordaremos a Elena por su labor en el marco de la fundación y desarrollo de las Obras de la Cruz[3]. Nos serviremos de algunos datos que ofrece la obra de la M. Ana María Menéndez Navarrete F.Sp.S., titulada “Heme aquí”, de editorial “La Cruz” (2008), para sustentar el sentido del artículo.
La Venerable Concepción Cabrera de Armida, laica y mística mexicana, siempre contó con la amistad de la esposa del Sr. Vallarta –Francisca Lyon- y, desde ahí, estuvo en contacto con Elena, quien rápidamente se sintió atraída por la reflexión teológica y espiritual que había dado paso al Apostolado de la Cruz y, posteriormente, al resto de las fundaciones que en total suman cinco. La Sra. Armida, fundadora en tiempos de la persecución religiosa del México post-revolucionario, sabía que no era fácil mantener dos congregaciones. En este caso, estamos hablando concretamente de las Religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús y de los Misioneros del Espíritu Santo. Quizá creamos que la Iglesia no tiene gastos; pero lo cierto es que no es así, pues el simple hecho de mantener una o varia casas de formación implica la necesidad de contar con una buena administración; es decir, profesional y transparente. Pues bien, desde el primer momento, Elena Vallarta supo poner al servicio de las Obras de la Cruz parte importante de su tiempo, dinero y esfuerzo. Tomemos en cuenta el contexto histórico para alcanzar a vislumbrar lo que hizo esta mujer a partir de la influencia que tenía como hija de una de las más grandes figuras del Derecho mexicano. Al respecto, nos cuenta la Sra. Armida: “Fui a casa de las Vallarta; hubo bautismos, confirmaciones y primeras comuniones” (CC 44, 18B)[4]. Lo anterior, deja constancia de que pertenecía a una familia identificada con la fe pese a la violencia que se negaba a reconocer la libertad religiosa en el país. Y es que Elena daba clases de doctrina en su propia casa, buscando que hubiera un buen grupo de jóvenes preparadas, entre las que destacó la ahora Sierva de Dios Ana María Gómez Campos F.Sp.S (18941985). A ella no solamente le dio una mano al transmitirle una sólida cultura religiosa, sino que cuando decidió aceptar el reto de fundar –junto con el Venerable P. Félix de Jesús Rougier M.Sp.S.- a las Hijas del Espíritu Santo, quiso donarle varias propiedades con el objetivo de ayudarla en su labor educativa. Veamos la nota que obra en el archivo general de la fundación antes citada: “La Srita. Elena Vallarta fue bienhechora de la congregación. Era amiga de la Madre Ana María Gómez y le regaló las casas ubicadas en la calle de Zarco números 41 y 43 de la colonia Guerrero en la ciudad de México. También donó el terreno de la esquina de la calle de Coapa, en la Municipalidad de Tlalpan, Distrito Federal… (cf. PD., Vol. 5,718)[5]. Sin duda, la ayuda de Elena no era de “dientes para afuera”, sino que se trataba de un compromiso orientado a mantener la fe y el buen nivel académico de las nuevas generaciones. La mejor forma de protestar ante la realidad es apostar por el cambio desde el aula. De otra manera, todo queda en palabras fáciles, repetitivas, pero poco influyentes en la construcción de una sociedad mejor. Supo desprenderse incluso de varias propiedades con tal de dar el “empujón” final que necesitaban las obras para hacer presencia y suscitar un nuevo movimiento espiritual que trajo consigo la renovación de la Iglesia mexicana en pleno siglo XX.
Alguno podría preguntarse: ¿y qué ganó con aportar algo de su patrimonio a la Iglesia? En primer lugar, fue un gesto que dio sentido a su vida, pues lejos de quedarse en una “jaula de oro” -y, tomando en cuenta que no tenía hijos que mantener toda vez que era soltera- involucró su patrimonio en el desarrollo de la vocación a la que se sintió llamada como mujer altruista. En segundo lugar, puso un freno a las injusticias que se estaban cometiendo en medio de los fusilamientos por motivos de índole religiosa. Como tercer punto, mencionar que contribuyó a la fundación de varios colegios que abarcaron distintos lugares de la República, impulsando la educación y la formación de un sinnúmero de niños, niñas, adolescentes y jóvenes de todos los estratos sociales. Ciertamente, nadie está obligado a donar su patrimonio; sobre todo, cuando hay una familia que mantener, pero si se está en condiciones de aportar algo para una obra que valga la pena y que se encuentre bien avalada, no deja de ser un gesto admirable, contrario al egoísmo que nos impide avanzar como sociedades maduras.
Tras una vida dedicada –felizmente- a su estado como laica (la soltería es una de las cinco vocaciones que hay en la Iglesia), murió el 19 de diciembre de 1946. Aunque nunca vivió en un convento, se le permitió que antes de morir hiciera sus votos como Religiosa de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús[6].
[1] http://www.biografiasyvidas.com/biografia/v/vallarta.htm, (en línea), (12 de octubre de 2014).
[2] Ana María Menéndez Navarrete, Heme aquí, 111.
[3] Las Obras de la Cruz, cuyo origen se remonta al año de 1894, fueron inspiradas por los escritos y demás iniciativas de la Venerable Sierva de Dios Concepción Cabrera de Armida (18621937).
[4] Ibíd., 112.
[5] Ibíd, 113.