Murió...

Murió Felipe en silencio, como la mayoría de los muertos. Hay muertos que mueren rezando y muertos que llaman a su madre y muertos que piden perdón y muertos que quieren un cigarrillo, o una copa de clarete, como Rafael García Serrano. Felipe podía haber muerto con una rumbita en los labios, pero digo yo que se fue en silencio, como siempre, para no molestar, como siempre. Habrá un Cielo para los santos no canonizados y allí estará Felipe. Yo le dije que pidiera en ese departamento del Cielo por el señor Segarra y que se tomaran unas cañas, que a lo mejor se les juntaba el Peret: que no están muertos, que no, que están tomando cañas, como el amigo Blanco Herrera. Yo creo que Felipe me oyó, pero no me apercibí porque los muertos son poco expresivos.

Se lo deben pasar bien en el Cielo. Las nubes allí serán de humo de tabaco y de vapores de fino y de garnachas de Cariñena. Andará por ahí también Anesio García Ovejero, el que se mató con la Vespa en Castelldefels. Uno era un chaval y hacía de aprendiz en la imprenta del señor Segarra. Y, no sé si Felipe o Anesio, me dijeron un día:

-Niño, acércate al Bar Guajiro y te traes unos carajillos.

-Voy.

Y entonces fue que volví con un par de cigarrillos.

-Pero, tú ¿qué coño has pedido, nene?

-Cigarrillos.

-No, nene. Carajillos. Anda, dile al Guajiro que te los ponga de “Soberano”.

Felipe Sánchez Balsalobre tiene un nombre como de poema de Lorca y podía no estar muerto. Podía estar ajustando el molde en la máquina de tipografía y mezclando la tinta con la espátula y poniéndola en los rodillos, con aquella meticulosidad y con los nervios de quien lo hace por primera vez. Felipe se ponía nervioso por pundonor, como los toreros, para que la faena le saliese bordada, de vuelta al ruedo, dos orejas y rabo. Y eso con cada faena. Y Felipe sufría durante todo el tiraje y dejaba de sufrir cuando estaban inmaculadas todas las hojas, casi como la Vírgen. También rezaría Felipe entre cambio y cambio de molde y de color. Y uno ha leído por ahí a algún santo aragonés que santificar el trabajo se parece bastante a lo que hacía Felipe todos los días.

-No fumes, Paquito, que es malo.

Felipe fumaba. Y se tomaba sus cañas y esas cosas. Y yo le escribo porque hay muchos Felipes en esta España nuestra que no tienen quien les escriba unas líneas. Así que éstas, húmedas de alguna lágrima, van por todos ellos. Santos anónimos, trabajadores sufridos y dignos, que construyeron familias y un país entero y que no pidieron que les dieran las gracias. Yo les voy a dar las gracias a todos los de esa generación de postguerra por ser quienes fueron y por hacer lo que hicieron, en silencio, sin molestar, con la discreción que ya no tiene la nobleza ni la burguesía –bueno los burgueses, adoradores de la balanza y no de la espada, jamás han sido discretos, los hideputas-.

Felipe se nos ha ido a cantarle rumbitas a San Pedro y a invitar a unos vinos a Don Jesucristo, que Felipe era gitano catalán. Se nos ha ido entero, como quiso Dolores, su mujer. Entero porque Felipe, con eso de las cañas, se tomaba la medicación cuando le salía de los huevos y le andaba la circulación no muy católica y se le había gangrenado un pie y parte de una pierna.

-Ni se le ocurra tocar a mi marido, que lo quiero entero –dijo Dolores, con un par, al médico.

Felipe entero. Y la familia entera en el funeral. Y los hijos enteros. Y uno de ellos, prestigioso actor de doblaje, contó que un día, lejano ya, saliendo de Misa, unos chavales como él estaban jugando al fútbol, y que vió venir el balón como un obús, y que ya se apartaba cuando Felipe paró la pelota con el pecho, se la bajó al pie sin pestañear y la dejó allí muerta, en silencio. Y los chavales dijeron “¡ooooh!” y Felipe apuró la calada y no dejó que le dieran las gracias.

Felipe era un ejemplo. Y, en su modestia, él no lo sabía. Descanse en la paz de Cristo. Él y todos los Felipes del mundo que no tienen quien les escriba. España pierde a un héroe que nunca será anónimo.