Pero hay una última etapa en el camino de Agustín, una tercera conversión: es la que le llevó cada día de su vida a pedir perdón a Dios. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, llegaría a la vida propuesta por el Sermón de la Montaña: la perfección donada en el bautismo y reconfirmada por la Eucaristía.
En la última parte de su vida comprendió que lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la Montaña —es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora este ideal permanentemente— estaba equivocado. Sólo el mismo Cristo realiza verdadera y completamente el Sermón de la Montaña. Nosotros tenemos siempre necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por Él. Tenemos necesidad de conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día. (Catequesis de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 27 de febrero de 2008)
La controversia sobre el acceso a los sacramentos por los divorciados vueltos a casar, muestra lo limitados que somos a la hora de encontrar el camino hacia Dios. Camino que sólo puede ser mostrado por Cristo, cuando humildemente nos dejamos guiar por Él.
No cabe duda que los sacramentos son importantes. No dudo que son la forma en la que el Señor nos comunica su Gracia de forma sensible y profunda. Pero, como dice Benedicto XVI de la tercera conversión de San Agustín: “había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, llegaría a la vida propuesta por el Sermón de la Montaña”. San Agustín se dio cuenta que dar un sentido mecanicista de la Gracia de Dios no lleva a ninguna parte. Para que los sacramentos sean el camino de la Gracia de Dios necesitamos de la “humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna”. Necesitamos que Cristo nos lave los pies continuamente para poder andar el camino. No podemos rechazar la misericordia de Dios si queremos seguir el camino detrás del Señor.
Tal vez el Sínodo y la Iglesia decida que la práctica de la misericordia social sea más importante que la Doctrina, Tradición y Magisterio, que nos unen desde el siglo I, tal como el P. Adolfo Nicolás, superior de los Jesuitas, indica en una breve entrevista: “Los obispos no fueron convocados para insistir en ideas abstractas a golpes de doctrina, sino para buscar soluciones a cuestiones concretas”. El problema es que la solución que demos a las situaciones concretas no es inocua, ya que impregna todo el entendimiento de nuestra fe.
La excepción busca crear una nueva regla, como se puede entender en otra frase del P. Adolfo Nicolás: “Puede haber más amor cristiano en una unión canónicamente irregular que en una pareja casada por la Iglesia”. Dicho de otra forma: como el pecado puede anidar en cualquiera de nosotros, incluso casados sacramentalmente ¿Qué sentido tienen los sacramentos? Les dejo una última frase: “…el caso de las uniones de hecho. No quiere decir que si existe un defecto todo esté mal. Es más, hay algo bueno en donde no se daña al prójimo”. ¿No se daña al prójimo?
Tranquilidad. Aunque el entendimiento de los sacramentos, la Gracia y de la Tradición cambie, no deberíamos de olvidar que la fuente de la Gracia no está en la inclusión social, ni en el acogimiento de la comunidad, sino en la “humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna ”. Humildad que hace posible que la Gracia de Dios nos transforme. La humildad que seguirá siendo el único camino seguro hacia Cristo.
“He comprendido que sólo Uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la Montaña sólo son realizadas totalmente por Uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario, todos nosotros, incluidos los apóstoles, tenemos que rezar cada día: "perdona nuestras ofensas así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden"” (San Agustín. Retractaciones I, 19, 1-3)