Ante el “carpetazo” que se le dio a la reforma de la ley del aborto en España, muchos católicos se preguntan si lo mejor es renunciar a la vida pública como políticos en activo. La respuesta es un tanto complicada; sin embargo, conviene abordarla, matizarla y seguir adelante. En principio, todos tenemos la libertad de presentar nuestra renuncia en casos de fuerza mayor. Por ejemplo, ante una enfermedad. Actualmente, cuesta mucho trabajo alcanzar una posición significativa en cualquiera de los tres poderes (según Montesquieu: Ejecutivo, Legislativo y Judicial) de gobierno desde una perspectiva centrada en la defensa de la vida. Por esta razón, conviene sopesar la decisión de retirarse, porque si los pocos actores que defienden al no-nacido, se van a sus casas, ¿quién representará los intereses de todos los ciudadanos que apostamos por la vida? De ahí se desprende que muchas veces decir adiós no es de ni cerca la solución, sino más bien una forma de protesta equivocada; es decir, sin efecto. Ciertamente, quienes lo han hecho, merecen nuestro respeto y comprensión, pues aseguran que la sola idea de pertenecer a un partido político con propuestas ligadas a la ideología de género, los hace sentirse cómplices y, entonces, se vuelve un problema de conciencia. ¿Qué hacer? Mientras a ellos se les permita que voten en contra de las iniciativas que afecten la vida, no tienen por qué renunciar. Dentro de un partido se puede ser minoría y, desde ahí, construir el cambio, recordando uno de los Principios Generales del Derecho: “nadie está obligado a lo imposible”. Por lo tanto, su deber gira en el sentido de llevar a cabo todas las estrategias y negociaciones -moralmente válidas- que estén a su alcance. Mientras en los estatutos partidistas, no haya una declaración objetiva que asegure estar constituidos como una agrupación política contraria a la libertad religiosa y, por ende, a los Derechos Humanos, un católico puede participar. Cosa distinta si se tratara de un partido con fines anticlericales, racistas o que pudieran llevar a crímenes de lesa humanidad. En ese caso, evidentemente queda excluido de poder participar y, al mismo tiempo, mantenerse dentro de la comunión eclesial.
Recordemos las palabras del Papa Pablo VI: “la política es la expresión más alta de caridad”. Por lo tanto, como laicos tenemos el deber de participar y, en algunos casos, de postularnos si tenemos la preparación y el talento. No porque le hayan dado un revés a la noble causa de la cultura de la vida, debemos desilusionarnos al punto de retirarnos de los grandes escenarios de la sociedad. Renunciar debe ser siempre la última opción, pues el espacio que se deje será ocupado por alguien más que posiblemente será todo menos un abogado de los débiles. Solamente hay dos opciones: vincularse a partidos políticos que no prohíban votar en contra de iniciativas que afecten la conciencia o dar el paso de constituir otra agrupación que haga suya los principios de la Doctrina Social, sin caer en el error de querer casar al Estado con la Iglesia o viceversa. Los laicos, desde nuestro ser eclesial, no venimos a imponer una religión estatal, pues queda claro que la libertad religiosa es un aspecto indiscutible, sino a legislar con una visión clara acerca de la justicia y, por ende, del Derecho natural en temas claves como el matrimonio, la familia, el desarrollo sustentable, la cultura de la vida, etcétera.
No hay que dejar huecos. Una de las características de la democracia es que todas las sensibilidades deben estar debidamente representadas. El problema surge cuando la postura católica queda excluida, como si no fuéramos millones a lo largo y ancho del mundo, lo que -dicho sea de paso- es algo más que una minoría. Lo importante es que no nos auto excluyamos, perdiendo posiciones de sana incidencia a favor de una mejor legislación en temas delicados.
Recordemos las palabras del Papa Pablo VI: “la política es la expresión más alta de caridad”. Por lo tanto, como laicos tenemos el deber de participar y, en algunos casos, de postularnos si tenemos la preparación y el talento. No porque le hayan dado un revés a la noble causa de la cultura de la vida, debemos desilusionarnos al punto de retirarnos de los grandes escenarios de la sociedad. Renunciar debe ser siempre la última opción, pues el espacio que se deje será ocupado por alguien más que posiblemente será todo menos un abogado de los débiles. Solamente hay dos opciones: vincularse a partidos políticos que no prohíban votar en contra de iniciativas que afecten la conciencia o dar el paso de constituir otra agrupación que haga suya los principios de la Doctrina Social, sin caer en el error de querer casar al Estado con la Iglesia o viceversa. Los laicos, desde nuestro ser eclesial, no venimos a imponer una religión estatal, pues queda claro que la libertad religiosa es un aspecto indiscutible, sino a legislar con una visión clara acerca de la justicia y, por ende, del Derecho natural en temas claves como el matrimonio, la familia, el desarrollo sustentable, la cultura de la vida, etcétera.
No hay que dejar huecos. Una de las características de la democracia es que todas las sensibilidades deben estar debidamente representadas. El problema surge cuando la postura católica queda excluida, como si no fuéramos millones a lo largo y ancho del mundo, lo que -dicho sea de paso- es algo más que una minoría. Lo importante es que no nos auto excluyamos, perdiendo posiciones de sana incidencia a favor de una mejor legislación en temas delicados.