Hubo una pausa. La cantinera dijo:

-Yo no he tenido hijos, nunca tuve tiempo.

El sargento prosiguió:

-¿Pero y tus padres? Ponme al corriente de quienes son tus padres. Yo me llamo Radoub, soy sargento, nacido en la calle de Cherche-Midi, y de allí eran también mi padre y mi madre. Puedo hablar de ellos. Hablemos ahora de los tuyos: ¿Quiénes fueron tus padres?

-Eran los Fléchard. Eso es todo.

-Sí, claro, los Fléchard son los Fléchard, como los Radoub son los Radoub. Pero todo el mundo tiene una profesión. ¿Cuál era la de tus padres? ¿Qué hacían o qué hacen? ¿Qué flechardeaban esos Fléchard?

-Eran labradores. Mi padre estaba enfermo y no podía trabajar a causa de los palos que el señor, nuestro señor, le mandó dar; lo cual fue una bondad del amo, porque mi padre atrapó un conejo y estaba condenado a muerte por ello. Pero el amo le perdonó la vida, diciendo: «¡Dadle solo cien palos!», y mi padre quedó lisiado.

-¿Y qué más?

-El abuelo era hugonote y el señor cura lo envió a galeras. Yo era muy pequeña.

-¿Qué más?

-El padre de mi marido era contrabandista de sal y el rey lo mandó ahorcar.

-¿Y tu marido?

-En estos días combatía.

-¿Por quién?

-Por el rey.

-¿Y qué mas?

-Y por el amo.

-¿Y qué más?

-Por el señor cura.

-¡Voto al diablo! ¡Cuántas barbaridades! -gritó un granadero.

La mujer se sobresaltó y empezó a temblar.

-Nosotros somos de París -dijo con simpatía la cantinera.

La mujer cruzó las manos.

-¡Oh, Dios, Señor Jesús! -exclamó.

-¡Nada de supersticiones! -le advirtió el sargento.

La cantinera se sentó junto a la mujer y puso en su regazo al mayor de los niños, que se dejó hacer. Los niños se tranquilizan con la misma facilidad con que se irritan, sin que se sepa por qué; tal vez tengan alguna clase de reflejo interior.

-Mi pobre buena mujer de estas tierras -dijo la cantinera-, tus hijos son muy guapos; adivino su edad. El mayor tiene ya cuatro años y su hermanito tres, y la muñequita traga glotonamente. ¡Ah, monstruo! ¿Piensas comerte a tu madre? Vamos, buena mujer, no temas nada. Deberías entrar en el batallón como yo. Me llaman La Húsar. Es un mote. Pero prefiero llamarme La Húsar a que me llamen señorita Bicorneau, como a mi madre. Soy la cantinera, la que da de beber a los hombres cuando se llenan de metralla o asesinan. El diablo y su cola.

Tú y yo tenemos más o menos el mismo pie. Te daré zapatos míos. Yo estaba en París el 10 de agosto y di de beber a Westermann. Todo fue bien. Vi cortar la cabeza de Luis XVI, Luis Capeto, como lo llamaban. No quería. ¡Y pensar que el 13 de enero hacía asar castañas y se reía con su familia! Cuando le pusieron a la fuerza en la guillotina no llevaba ni casaca ni zapatos; solo vestía una camisa, de piqué, unos calzones de paño gris y medias de seda grises. Yo vi todo esto. El carruaje en que lo llevaban estaba pintado de verde.

Con que vente con nosotros; hay buenos muchachos en el batallón; serás la cantinera número dos y yo te enseñaré el oficio. Es sencillo: no hay más que tomar la cubeta y la campanilla y acudir donde hay ruido, donde hace fuego el pelotón, donde se disparan cañonazos, y gritar: «¿Quién quiere beber un trago, muchachos?

A eso se reduce todo. Yo doy de beber a todo el mundo, a los blancos y a los azules, aunque por mi parte soy azul, y de las buenas. Pero les doy de beber a todos. Los heridos siempre tienen sed. Se mueren sean cuales sean sus opiniones.

Los que mueren, deberían estrecharse la mano. ¡Qué estúpido es combatir! Ven con nosotros. Si me matan tendrás mi herencia. Ya ves, no tengo buen aspecto, pero en el fondo soy buena y tan valiente como un hombre. No temas nada.

Cuando concluyó de hablar la cantinera, la mujer murmuró:

-Nuestra vecina se llamaba Marie-Jeanne, y nuestra criada Marie-Claude.

Entretanto el sargento Radoub reñía al granadero.

-¡Cállate, has asustado a esta mujer! ¡No se jura delante de señoras!

-Es que, mi sargento, no me cabe en la cabeza, ni en la de ningún hombre honrado -replicó el granadero-, ver iroqueses de la China, como éstos, que después de haber tenido a su suegro lisiado por el amo, al abuelo en galeras y al padre ahorcado por el rey, se estén batiendo, se subleven y se dejen descuartizar por el amo, por el cura y por el rey.

-¡Silencio en las filas! -gritó el sargento.

-Ya me callo, mi sargento, pero esto no me impide pensar que es una lástima que una joven hermosa como ésta se exponga a que le partan la cara por un curilla.

-Granadero -le recordó el sargento-, aquí no estamos en el Club de las Picas. Basta de elocuencia.

Se volvió hacia la mujer:

-¿Qué fue de tu marido? ¿Qué hizo?

-Murió.

-¿Dónde?

-En el soto.

-¿Cuándo?

-Hace tres días.

-¿Quién lo mató?

-No lo sé.

-¡Vaya! ¿No sabes quién mató a tu marido?

-No.

-¿Fue un blanco o un azul?

-Fue un tiro.

-¿Y hace tres días?

-Sí.

-¿Hacia qué parte?

-Hacia Ernée; allí cayó muerto. Eso es todo.

-Y desde que murió tu marido, ¿qué haces?

-Cuidar de mis hijos.

-¿Adónde los llevas?

-Conmigo.

-¿Dónde duermes?

-En el suelo.

-¿Qué comes?

-Nada.

El sargento estiró los labios hasta tocarse la nariz con el bigote.

-¿Nada?

-Endrinas, moras de las que quedaron del año pasado y hojitas tiernas de helecho.

-O sea, nada.

-Tengo hambre -gritó el mayor de los niños, que parecía seguir la conversación.

El sargento sacó de su morral un pedazo de pan y se lo ofreció a la madre, la cual lo dividió en dos porciones que entregó a sus hijos, quienes las devoraron ávidamente.

-No ha guardado nada para ella -murmuró el sargento.

-Porque no tendrá hambre -dijo un soldado.

-Porque es madre -dijo el sargento.

-¡Agua! -interrumpió uno de los niños.

-¡Agua! -repitió el otro.

-¿No hay ningún arroyo en este bosque de los demonios?-dijo el sargento.

La cantinera cogió el vaso de cobre que pendía de su cintura al lado de la campanilla; dio vueltas al grifo de la cubeta que llevaba suspendida de la banderola, vertió unas gotas en el vaso y lo acercó a los labios de los niños. El primero bebió e hizo una mueca; el segundo bebió y escupió.

-Y eso que es bueno -objetó la cantinera.

-¿Es levantamuertos? -inquirió el sargento.

-Sí, del mejor, pero éstos son de campo -la cantinera enjugó el vaso.

-¿Entonces, huyes? -prosiguió el interrogatorio el sargento.

-Tengo que hacerlo.

-¿A través de los campos, por donde te he encontrado?

-Corro con todas mis fuerzas, camino y me caigo.

-¡Pobre infeliz! -dijo la cantinera.

-Por todas partes hay combates -balbuceó la mujer- estoy rodeada de tiros. No sé qué quieren unos y otros. Lo único que comprendo es que han matado a mi marido.

El sargento golpeó el suelo con la culata del fusil, gritando:

-¡Diablo de guerra! ¡Qué barbaridad!

La mujer continuó:

-La noche pasada nos acostamos en el hueco de un árbol.

-¿Los cuatro?

-Los cuatro.

-¿Acostado?

-Acostado.

-Acostados de pie -dijo el sargento-. Camaradas -añadió, tras una pausa, dirigiéndose a los soldados-, estos salvajes llaman acostarse a meterse en el hueco del tronco de un árbol grande y viejo. ¡Cómo son! No todos pueden ser de París.

-¡Acostarse en el hueco de un árbol y con tres niños! -dijo la cantinera.

-Y para los que pasaran por allí sería chocante que un árbol gritara Papá, mamá, si a los niños les daba por llorar -agregó el sargento.

-Por suerte estamos en verano -suspiró la mujer.

Bajó los ojos mirando al suelo, resignada, con el asombro de las grandes catástrofes reflejado en ellos.

Los soldados, silenciosos, formaban un círculo alrededor de aquella miseria.

Una viuda y tres huérfanos, obligados a la fuga, el abandono y la soledad, la guerra rondando por todo el horizonte, el hambre y la sed, sin otro techo que el cielo.

El sargento se aproximó a la mujer y fijó su vista en la niña, que aún mamaba. En aquel momento, la niña volvió dulcemente la cabeza, miró con sus hermosos ojos azules el temible y velludo rostro que se inclinaba sobre ella, y sonrió.

El sargento se irguió y una lágrima rodó por su mejilla, deteniéndose como una perla en el extremo del bigote. Alzó la voz, y dijo:

-¡Camaradas!, de todo esto deduzco que el batallón va a ser padre. ¿Os parece bien? ¿Adoptamos a estos tres niños?

-¡Viva la República! -gritaron los granaderos.

-Está dicho -añadió el sargento, y extendiendo las dos manos sobre las cabezas de la madre y los niños dijo:

-¡He aquí a los hijos del batallón del Gorro Rojo!

La cantinera dio un salto de alegría.

-¡Tres cabezas en un gorro! -exclamó.

Después, sollozando, abrazó cariñosamente a la pobre viuda y le dijo:

-¡Qué aspecto tan pícaro tiene ya la niñita!

-¡Viva la República! -repitieron los soldados.

-Ven ciudadana, ven -le dijo el sargento a la madre.

 

Aquí podéis leer la obra completa

El Noventa y Tres (librosgratisparaleer.com)