LA MARIPOSA NO VUELA.
La niña observaba cómo una mariposa forzaba la salida del capullo intentando rasgarlo con sus patas. Impaciente y para ayudarle en ese trance vital, le facilitó la tarea. La nueva mariposa con las alas plegadas andaba torpe sobre la mesa. Horas después, decidió de nuevo ayudarla posándola sobre el alfeizar de la ventana desde donde la empujó a volar. Extrañamente fue incapaz de levantar el vuelo y cayó al suelo como cualquier objeto. La niña acudió a su abuelo, quejándose de que su mariposa estaba enferma. Tras escucharla, el anciano le explicó lo que había pasado: “Para salir del capullo, la mariposa debe frotar enérgicamente sus patas. Este esfuerzo bombea la sangre de su corazón y la presión de la misma alcanza hasta las alas que logran así desplegarse para realizar su misión natural: volar. Al no haber recibido esta presión sanguínea por la ausencia de esfuerzo, a la mariposa se le habían atrofiado los instrumentos necesarios para poder alzar el vuelo”.
Esta anécdota refleja, en gran medida, el drama de la educación actual. Los educadores, incluyendo las familias, la escuela y la propia administración educativa estamos, con la mejor de las intenciones, atrofiando a los niños y jóvenes de hoy.
Apenas hace unas décadas, el éxito de la educación consistía en conseguir formar jóvenes con carácter. Hoy esta palabra, simplemente asusta. Tener carácter no significa, ni ahora ni entonces, ser terco y egoísta, sino tener principios e ideas claras, voluntad firme de alcanzar la metas propuestas, alegría contagiosa y capacidad de liderazgo siempre al servicio de los demás.
En cierta medida, la vida no es más que una competición en la que los educadores debemos entrenar, pero luchar, superar las dificultades, tanto externas como internas, sólo puede hacerlo el educando, ya sea niño o joven. Para ello, más que los conocimientos y destrezas instrumentales, lo que importa es tener los principios claros, la fortaleza emocional necesaria para superar las dificultades, y ser capaz de revertir las derrotas.
Por contraste, me viene a la mente el diálogo oído en el patio de un colegio de primaria en el que una madre cuenta cómo a su hija, de apenas ocho años, la profesora le ha castigado mandándole a escribir varias veces la frase “no hablaré en clase”. La madre le animaba a la niña, que se resistía al castigo, con la promesa de que ella le ayudaría escribiendo, alternativamente madre e hija, la susodicha frase. No es de extrañar que algunos padres se encarguen también de hacer los deberes de los hijos, y otras acciones que suponen anular la capacidad de superación, aprendizaje y maduración de sus propios hijos. Hasta la corteza del pan de molde es demasiado dura para los adolescentes, según descubrieron los americanos, a los cuales hemos imitado.
El propio sistema educativo se encarga, de forma obsesiva, de suprimir la disciplina, el esfuerzo y atraer la cada vez más escasa capacidad de atención de los jóvenes con metodologías lúdicas y divertidas. Cualquier fracaso es atribuido a factores externos: las condiciones sociales, la metodología, la exigencia de los deberes etc., cuando no a algunas “modernas enfermedades”, con carácter casi epidémico que no son más que problemas conductuales elevados a patológicos tal como están denunciando las autoridades médicas.
Jamás se plantea si la causa se debe a la falta de colaboración por parte del alumno, lo que toda la vida se ha llamado esfuerzo, trabajo, coraje. No busquen estas palabras en los programas de los partidos políticos ni en la programación de la enseñanza actual. La culpa es siempre externa, la responsabilidad personal no existe de acuerdo con estos parámetros. No es de extrañar que, en la sociedad actual a los adultos, cada vez más infantilizados, les ocurra lo mismo.
La consecuencia es que estamos criando una generación blandita que no tiene tolerancia a la frustración, y por lo tanto propensos a una patología generacional por no haber aprendido a sufrir. Pero la ausencia de esa asignatura no evita el sufrimiento, sino que lo incrementa de modo alarmante como lo demuestran los siguientes datos: las consultas psiquiátricas están llenas de adolescentes por problemas neuróticos, en buena medida de origen conductual; aumenta el número de suicidios entre los jóvenes, así como el consumo de ansiolíticos para paliar las consecuencias – no las causas- de una ansiedad generacional y un largo etcétera. Aunque, siendo prudentes, no podemos achacar todo a una falta de tolerancia a la frustración, sin duda tiene mucho que ver.
Educar es enseñar a decir muchas veces no a los deseos o caprichos incesantes del niño o joven. Es también saber decir sí al esfuerzo que supone superar las dificultades, los temores, la impaciencia de tenerlo todo de forma inmediata.
Me lo explicó de forma sintética un maestro y amigo al comienzo de mi carreta profesional: “Hay dos tipos de maestros: los que suspenden, si es necesario, a los alumnos para que aprueben la vida y los que les aprueban para no tener problemas y que sea la vida quien les suspenda. El maestro que ama a los alumnos es el primero que sabe dar disgustos y llevárselos”.
No busquemos atajos educativos evitando a los jóvenes el esfuerzo que exige superar las dificultades. Muchos de los científicos, deportistas o líderes morales no serían tales sin ese esfuerzo superador. Dejémosle volar con sus propias alas, fruto del sacrificio que supone salir del espacio de confort en el que, a veces, les encerramos .