No debemos dar nunca nada por sentado. Suponer lleva al error. De ahí que nos venga bien -aunque lo hayamos leído una y otra vez- recordar el sentido de la teología paulina sobre la Iglesia como cuerpo, en el que cada órgano tiene una función específica. Por ejemplo, el corazón bombea sangre y el cerebro se ocupa del sistema nervioso. Los dos, aunque con funciones distintas, son necesarios para el resto del conjunto. Algo parecido pasa con las diferentes vocaciones que existen dentro de la Iglesia. Aunque todas poseen la misma dignidad, no hay igualitarismo, porque cada una implica algo distinto. Tienen como común denominador a Cristo, pero la forma de seguirlo varía de una a otra. La hoja de ruta hacia la santidad, incluye diferentes modalidades, opciones, formas; sin embargo, el Espíritu -Santo- es el mismo. Ahora bien, para poder construir una sólida cultura vocacional en la que cada quien se atreva a descubrir cuál es su lugar en la Iglesia y, por ende, en la sociedad, es necesario partir de lo general a lo particular. En otras palabras, conocer las diferentes vocaciones que existen y, desde ahí, identificar aquella que más nos atraiga en base a nuestras inquietudes, aquellos hilos conductores que se han convertido en una constante. Si no se respeta dicho orden, todo termina en una promoción monotemática; es decir, de las cinco vocaciones que existen (matrimonio, vida religiosa, sacerdocio, vida consagrada y laical) solamente se promueve con profundidad una de ellas y el resto queda en una propuesta tibia, superficial y meramente nominal. Hoy día, no basta con promover vocaciones al sacerdocio, pues también enfrentamos un déficit de parejas hacia el matrimonio. La realidad se impone y salta a la vista la urgencia de dar a conocer todas y cada una de las opciones, proponiendo testimonios creíbles, hombres y mujeres realistas en la búsqueda de la verdadera felicidad.
Ahora bien, el problema de nuestro tiempo es que desconocemos el significado de las palabras. Por ejemplo, cuando hablamos de la vocación particular de cada uno, muchos piensan que se refiere únicamente al sacerdocio o a la vida religiosa, como si ser laico o casado no fuera una vocación. Mientras persista la confusión de ideas y conceptos, difícilmente podremos avanzar. Necesitamos aclarar, matizar, explicar de un modo cercano, realista y, sobre todo, bien formado e intencionado. En sentido estricto, todos los católicos deberíamos de haber llevado un acompañamiento vocacional durante nuestra juventud; sin embargo, entre la falta de interés personal y la ausencia de buenos acompañantes, nos hemos estancado. De ahí la necesidad de volver a ofrecer espacios de dirección espiritual que ayuden a los jóvenes a encontrarse consigo mismos y con Dios, directores que sepan combinar el binomio cercanía-objetividad. No hay nada peor que un acompañante vocacional que quiera elegir por quien acompaña. Al contrario, se trata de que le brinde las herramientas más apropiadas a su edad, momento y personalidad para que después sea él quien decida. La vocación es un acto personalísimo, centrado entre Dios y la persona; sin embargo, es mucho más fácil identificarla cuando se cuenta con un buen acompañante, alguien con experiencia sobre el terreno que no busque sus propios intereses, sino el bien del proceso vocacional de que se trate. Lejos de acarrear vocaciones, ofrece las claves para una decisión pesada y pensada delante Dios; es decir, con plena libertad.
Volviendo a la teología de San Pablo, hay que recordar que cada vocación es como uno de los órganos del cuerpo. Los diferentes estilos de vida en el seguimiento de Cristo, implican una identidad clara y definida. En otras palabras, que el sacerdote sea sacerdote y el laico sea laico, pues cada vocación tiene lo suyo y debe centrarse en lo suyo. Nada más triste que ver a un seglar encerrado en la sacristía y a un párroco metido en política, porque la cosa pública; es decir, los cargos de elección directa o indirecta, corresponden al laicado. Negarlo es caer en la anarquía, en la ruptura del equilibrio subrayado por San Pablo. Si todos hacemos lo de todos, habrá huecos imposibles de cubrir. Aunque la vocación es diferente de la profesión, imaginemos qué pasaría si el médico quisiera hacerla de abogado y el abogado de médico. Esto sucede cuando nos confundimos y queremos vivir varias vocaciones a la vez. No se puede estar casado y, al mismo tiempo, ocuparse del ministerio sacerdotal. Sería demasiado abrumador, una tarea imposible. Quienes piden el fin del celibato sacerdotal deberían plantearse todas estas situaciones que muestran la sabiduría de la Iglesia, que ha optado por vivir una vocación por estado de vida y no al dos por uno. Combinar nos haría abarcar más de la cuenta y el que mucho abarca, poco hace.
Varias personas fracasan en su vocación, porque faltó trabajarlo previamente; sobre todo, en el campo de los novios. No se trata de marearlos con cientos de cursos, pero sí de que los que haya sean de calidad. Aclarar dudas, potenciar buenos catequistas. Todo forma parte de la nueva cultura vocacional que nos toca seguir construyendo a partir de nuestra propia vida y apostolados. En la medida en que ayudemos a otros a encontrar su lugar, estaremos respondiendo al déficit vocacional, a la falta de hombres y mujeres que se atrevan a dar una respuesta en sentido afirmativo, teniendo como modelo el “Fiat” de María.
Por último, subrayar el papel de los laicos, dejar de pensar que todo joven por el simple hecho de participar en la pastoral juvenil ya es aspirante al seminario. Claro que puede descubrirse su vocación en ese contexto, pero no podemos etiquetar o generalizar, pues la idea es que de los grupos surjan todo tipo de vocaciones; es decir, según el querer de Dios y la decisión de cada uno. Lo que sí toca es ofrecer el espacio, garantizar un acompañamiento sin complejos que saque lo mejor de cada uno.