Lo que hoy contemplamos como una práctica absolutamente cotidiana e incuestionable en el ámbito de las sociedades culturalmente cristianas, la imposición del nombre con ocasión de la recepción del bautismo, no es sin embargo una realidad que se haya presentado así en todo momento.
El primer bautismo que recogen los textos canónicos, el del propio Jesucristo, no incluye en modo alguno la imposición de un nombre:
“Entonces se presenta Jesús, que viene de Galilea al Jordán, a donde Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» Jesús le respondió: «Deja ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia.» Entonces le dejó.
Una vez bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.»” (Mt. 3, 1317)
No hay imposición, ni siquiera cambio de nombre. De hecho, Jesús había recibido el nombre de acuerdo con la costumbre judía, en el acto de la circuncisión.
“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le puso el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno” (Lc. 2, 21).
El bautismo de los primeros cristianos se menciona muchas veces tanto en los evangelios, como en los Hechos de los Apóstoles, pero continúa sin verse asociado en ningún caso a la imposición del nombre.
El mismo Pablo, en un proceso que el lector de esta columna conoce bien (pinche aquí para recordarlo), se cambia el nombre, cosa que le vemos hacer en Salamina (Hch. 13, 1) hacia el año 46, mientras que su bautismo había tenido lugar bastante antes, en Damasco (Hch. 9, 18) hacia el año 36 (según la cronología aportada por la Biblia de Jerusalén).
En su obra “Sobre el bautismo”, Tertuliano (160-h.220) procede a la normalización del ritual. Pero sigue sin hablarse de imposición del nombre. Hipólito de Roma (m.236) (pinche aquí si le interesa conocer al personaje) en su “Tradición apostólica” nos detalla el proceso bautismal, que se iniciaba con un catecumenado o aprendizaje de tres años previo a la ceremonia, y recaía siempre sobre adultos. Una vez más, la imposición del nombre brilla por su ausencia.
Sí es muy posible que en un momento dado de la vida de la Iglesia, algunos bautizandos aprovecharan el acto del bautismo para adoptar -o para añadir al propio- un nombre diferente y en caso tal, siempre el de uno de los personajes neotestamentarios o el de un cristiano que hubiera recibido el martirio. Tenemos testimonios que así lo corroboran. Así, San Bálsamo (m. 331) nos informa de que “por mi nombre paternal, fui llamado Bálsamo, pero por el nombre espiritual que recibí en el bautismo, me conocen como Pedro”. Sócrates de Constantinopla (n. 380) en su “Historia Eclesiástica” nos informa de que Atenas al ser bautizada antes de desposar al Emperador Teodosio el Joven, tomó el nombre de Eudocia.
Pero lo cierto es que sólo en el momento en el que se generaliza entre los cristianos el bautismo de infantes según el proceso que tuvimos ocasión de conocer en su día (pinche aquí para rememorarlo), se generaliza también la imposición del nombre simultánea a la recepción del bautismo. Convirtiéndose así el bautismo cristiano en un acto iniciático similar al acto iniciático judío al que tiende a reemplazar, la circuncisión, con algunas características similares entre las cuales, precisamente, la imposición de un nombre, según hemos visto que ocurrió con el mismo Jesús:
“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le puso el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno” (Lc. 2, 21).
©L.A.
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