Hoy traigo un breve fragmento de Isaac el Sirio, que nos habla sobre el tremendo poder de la humildad:
Aquel que reconoce sus propios pecados... es más grande que aquel que, por su oración, resucita a los muertos. Aquel que gime durante una hora por su alma es más grande que el que abraza al mundo por su contemplación. Aquel a quien se le ha dado ver la verdad sobre sí mismo es más grande que aquel a quien le ha sido dado ver a los ángeles. (Isaac el Sirio. Discursos ascéticos, 1ª serie, nº 34)
Tener una visión clara y verdadera de lo que somos, es un don de Dios. Un don tan maravilloso como desdeñado por el ser humano del siglo XXI. Todos queremos que nos vean como nos gustaría ser y no dudamos en trucar las apariencias para dar la impresión que queremos.
¿Por qué dice Isaac el Sirio que “Aquel a quien se le ha dado ver la verdad sobre sí mismo es más grande que aquel a quien le ha sido dado ver a los ángeles” Parecería que este pensamiento no tiene pies ni cabeza. ¿Cómo puede la verdad de uno mismo hacernos más grande que aquel a quien a sido dado el honor de ver los ángeles? Saltemos a San Agustín para encontrar la explicación:
Para que sepamos amar a Dios, ha de conocérsele; y para que el hombre sepa amar al prójimo como a sí mismo, debe primeramente, amando a Dios, amarse a sí mismo (San Agustin. Comentario al Salmo 118,8)
¿Cómo vamos a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos si nos desconocemos? No queremos conocernos, nos da miedo saber cómo somos realmente y por eso creamos una imagen falsa de nosotros mismos. Lo peor es que utilizamos esa falsa imagen para juzgar a nuestros hermanos y en vez, de amarlos, los despreciamos, como hacemos con nosotros mismos.
A quien se le ha dado el don de conocerse a si mismo se dará cuenta de dos cosas:
- Todos tenemos la misma naturaleza humana, frágil, llena de grietas.
- Todos tenemos impresa la huella de Dios en nosotros. Llevamos la imagen de Dios impresa en nosotros.
“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto” (1Jn 4, 20) Pero ¿Quién puede amar a su hermano si antes no ha visto a Dios en sí mismo? ¿Quién puede amar su hermano si antes no se ha dado cuenta que todos los errores de nuestros hermanos, los llevamos dentro nuestra?
Los cristianos deberíamos ser ejemplo de amor entre nosotros. Ejemplo que debería partir de aceptar que el error que vemos en el hermano, es el mismo que portamos en nosotros mismos. Pero la realidad es que terminamos cediendo a las apariencias que queremos dar de nosotros y preferimos el enfrentamiento mutuo al encuentro fraterno. Nos resulta fácil discutir y condenarnos unos a otros. Nos juzgamos con facilidad y rapidez, como autodefensa de nuestras apariencias.
Nos damos la paz antes de recibir a Cristo en la Eucaristía, pero esta paz es la paz del mundo, no la paz de Cristo. Dice Isaac el Sirio “Aquel que reconoce sus propios pecados... es más grande que aquel que, por su oración, resucita a los muertos”. Quien reconoce sus errores es realmente más grande, porque será el primero en servir y el último en reclamar derechos. Quien sirve, transforma el mundo como levadura. Quien reclama e impone, destroza el mundo porque impone la realidad de las apariencias, a la Verdad que es Cristo.
Gemir es una palabra maldita hoy en día. ¿Quién desea gemir en pleno siglo XXI? ¿Quien desea aceptar que sus errores necesitan lavarse con fuente de agua viva que es Cristo? “Aquel que gime durante una hora por su alma es más grande que el que abraza al mundo por su contemplación” porque quien conoce su naturaleza, es humilde y puede aceptar la Gracia de Dios que la transforma.