La parábola del hijo pródigo es uno de los textos más hermosos de todo el Evangelio. Nos habla en modo muy profundo y humano de Dios como un padre bondadoso y misericordioso que nos ama a pesar de nuestras caídas y pecados. ¿Qué corazón de hombre no se enternece con las escenas que describe la parábola? Habría que tener el corazón muy endurecido para no hacerlo.
Hoy, mientras la leía por enésima vez, me llamó mucho la atención que el hijo menor pide su herencia y parte hacia «un país lejano». ¿Qué significa espiritualmente partir hacia este país lejano? ¿Cuál es el «país lejano» al que una persona como yo, un laico consagrado, podría partir? Si he decido que toda mi vida gire entorno a Dios, ¿yo puedo partir para ese «país lejano»? O es que los consagrados y los católicos comprometidos sólo podemos vernos dentro de la figura del hijo mayor, que está siempre en la casa del padre porque ha elegido, por decirlo así, la parte mejor.
Pienso que todos podemos partir hacia ese «país lejano» del que habla la parábola. En el fondo lo que caracteriza el hogar del padre para un hijo es que el amor que ahí se recibe es un amor totalmente inmerecido. Esa es la experiencia que tiene cualquier hijo en el hogar de sus padres, no importa lo que se haga o se deje de hacer, no importa nuestro comportamiento, nuestras debilidades o nuestras virtudes, ahí seremos siempre bien recibidos porque el amor que se nos da está fundado en nuestro ser, o mejor dicho, en nuestro ser en relación: «yo soy tu hijo». Y puesto que no dejaremos de ser hijos por nada en este mundo, la seguridad que nos dona este amor es plena.
El «país lejano» es distinto. En un «país lejano» hay que conocer gente, establecer relaciones y aceptar el riesgo que implica ganarse el respeto y el cariño de los demás. En nuestros «países lejanos» hay que demostrar las propias virtudes, sacar a relucir nuestros talentos, luchar cada centavo y forjar poco a poco un futuro a punta de esfuerzo y dedicación. En un país lejano el amor puede llegar, sí, pero sólo a modo de premio que se conquista y se merece.
La vida cristiana es un gran camino hacia la casa del Padre. Por alguna razón, probablemente sea el pecado original, todos tenemos siempre un pie en esos «países lejanos». Nos cuesta mucho aceptar que alguien nos pueda amar del modo en que Jesús describe el amor incondicional del Padre del hijo pródigo. Vivimos angustiados por la opinión de los demás, por sus reconocimientos y consideraciones; pensamos proyectos en parte porque queremos amar y en parte porque queremos que nos amen; no descansamos ni tenemos paz porque sentimos la urgencia de construirnos un lugar en este mundo, en este inmenso «país lejano» dónde frenéticamente buscamos un amor que ya poseemos.
Toda mi vida es un camino hacia una comprensión más plena y existencial de esta dinámica. El amor que anhelo con todo mi corazón es un don que debo aprender a aceptar y no un premio que necesito conquistar. Este es el recorrido espiritual de un cristiano, asumir el hecho macizo de que nuestra felicidad, por mucho que la busquemos, no la encontraremos en nuestros «países lejanos» sino en el «hogar del Padre». Y no importa cuál sea nuestra situación actual, no interesa si el pecado ha ensuciado nuestros vestidos y tampoco si nos hemos alimentado por mucho tiempo de la comida para cerdos que es la soberbia; a casa siempre podemos volver, porque en el hogar del Padre, que es también el verdadero hogar del hijo, el amor no se merece, sólo se recibe y se agradece.