‘La memoria es el presente del pasado’, dice San Agustín. Todos necesitamos recuerdos para saber quiénes somos. Necesitamos recordar, rememorar y actualizar lo recordado. La memoria es de tal forma necesaria en nuestra vida personal y social, que ha tenido que surgir la escritura para fijar los recuerdos de forma eficaz y permanente. La memoria no es sólo almacén del pasado, sino que es también puerta abierta al futuro, pues es la base para la creatividad. Y así nació la Biblia: experiencia, pensamiento, memoria, relato y acción. Es un testimonio expresado con apasionada intensidad; el relato emocionante de un pueblo habitado por el deseo de Dios.
El Antiguo Testamento es el compendio de distintos libros que narran de muy diversas maneras cómo, en una cultura y región concretas, en la cuenca del Jordán y en el principio de los tiempos, hubo un pueblo, Israel, un pequeño grupo de hombres y mujeres que tuvieron una experiencia única y totalizante de una Presencia que se les revela y se les manifiesta en donación personal, y que les hace descubrir que son elegidos y consagrados por un Dios liberador.
Desde una experiencia religiosa común llenaron el principio de significados y empezaron a narrar los acontecimientos que les daban raíces. Para Israel hubo acontecimientos tan determinantes en su historia, que no podían ser silenciados. Por ello se sintió impulsado a elaborar historias, recitadas oralmente en un principio, repetidas una y otra vez después, descubiertas e interpretadas en sucesivas profundizaciones. Más tarde y esporádicamente, en un largo caminar de fidelidades y de infidelidades, de encuentros y desencuentros, de ahondamientos y de actualizaciones, de afinamiento en la percepción de este Dios y del tipo de conducta que se derivaban de ello, fijaron por escrito esas narraciones para que el testimonio de aquella Alianza liberadora fuera perenne y pasara de generación en generación.
Con ello los autores de las Escrituras, hombres y mujeres de épocas arcaicas, pasaron a ser testigos de la memoria de la acción de Dios en medio de ellos, y sus historias se constituyeron en punto de referencia ineludible para el futuro, hasta el final de los tiempos. Hicieron un viaje por los recuerdos y pasaron del descubrimiento de la Presencia del Dios vivo en su historia personal y como pueblo, al progresivo ahondamiento en la comprensión de lo ya vivido, tanto en lo que se refería al paso de Dios por sus vidas, como de los modos de conducta que la Alianza trataba de suscitar en ellos. Su historia, como toda historia humana, es la constatación de la infidelidad humana y del mantenimiento de la promesa por parte de Dios y de su fidelidad hacia nosotros.
Los autores de esos escritos expresaron su vivencia de los hechos más que los hechos en sí mismos, por lo que sus relatos no pueden ni deben pensarse como históricamente exactos, aunque sí son teológicamente verdaderos en cuanto que transmiten una experiencia única de fe. La vida humana, en toda su complejidad, es el lugar teológico del encuentro con Dios. Y Dios se revela en la Biblia porque se encarna en ella. Un relato puede presentar inexactitudes históricas o geográficas, tal como es posible observar en los diferentes evangelios. Sin embargo son del todo verdaderos en cuanto a la vivencia que transmiten. Dios envía y nos transmite una historia viva: Cristo Jesús.
La propuesta cristiana nace de una experiencia concreta: el encuentro personal con Jesús resucitado. Una experiencia que afecta de tal modo a los que la tienen, que se siente la necesidad ineludible de comunicarla y testimoniarla a otros ya que da luz al sentido total de la existencia. Testimonio y anuncio: es la proclamación, el Kerygma, que es la invitación para generaciones futuras a vivir la misma experiencia, a transmitirla y a testimoniarla.
El Espíritu Santo que inspiró a los autores de las narraciones, es el mismo que da luz ahora para crecer en capacidad de ahondamiento. Es el mismo que posibilita ahora entender las llamadas que hay en aquellos textos y aplicarlas a las realidades específicas del momento actual, convirtiéndolas en palabra de Dios para nuestros días.
Las Escrituras fueron compuestas como narraciones, de acuerdo a las circunstancias del pasado y en el lenguaje y las imágenes adecuadas a aquellos momentos, por lo cual resulta obvia la necesidad de actualizarlas; no en su contenido, sino en su interpretación y expresión. Es preciso saber obtener el significado profundo y, por ello verdadero, de los contenidos esenciales capaces de iluminar la existencia en la situación presente, de acuerdo con la voluntad de Dios manifestada en Cristo Jesús.
No tenemos por qué escuchar la Palabra como algo que suene extraño a nuestros oídos, sino que hay que oírla con el corazón, como lo más entrañable, como aquello que resuena en lo más íntimo de nuestro ser, pero que es comprensible para nosotros. La Palabra refleja y nos da lo más auténtico, lo único real de nuestro estar en el mundo. El texto bíblico es como una partitura musical que está muerta hasta que se le arranca el sonido y se le despiertan las notas. Y esta eclosión se da cuando palabra y vida se funden en una profunda interacción.
Si la Palabra fue dictada por Dios mismo, Él es el autor de las Escrituras. Y eso lo convertimos y confirmamos en cuestión de fe cuando después de la lectura de los textos correspondientes a cada celebración eucarística, asentimos fervorosamente a lo que acabamos de escuchar diciendo que es Palabra de Dios. En cada lectura Dios nos habla como lo ha ido haciendo desde los albores de los tiempos. Para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana, estos textos tienen el carácter de lo dicho por Dios. Así lo creemos con toda certeza y así debemos vivirlo.
Por todo ello, y por el solo hecho de saber que el contenido de la Palabra no debe ser modificada ni podemos añadir otras palabras diferentes a las que ya contiene en sí misma, debemos poner en marcha un progreso imparable en su profundización y en su comprensión. La revelación es permanente, pero no estática; es la manera de transmitir el mensaje invariable lo que está sujeto a una continua evolución. El propio Juan XXIII, en su discurso de apertura del Concilio Vaticano II, al invitar a los fieles a la libertad de reflexión, lo expresó de esta manera: Una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y la otra la manera como se expresa.
Para que los textos de los Libros Sagrados continúen siendo para nosotros Palabra de Dios, se impone la tarea de la interpretación actualizada de su contenido. Hay que aprender a descubrir. No es lo mismo simplemente leer o mirar, que ahondar en lo que se ve o se lee. Y hacer hablar un texto para descubrir nuevas profundidades en su mensaje requiere con frecuencia audacia y algo de riesgo. Hay que saber discernir y saber descubrir. Un texto es algo vivo y nunca dice todo en un primer momento. Está lleno de valores culturales, de escenarios mentales y de enfoques de la vida que, de no conectar con sus lectores, no puede llegar a ser palabra de salvación.
Reinterpretar la Palabra es ser fieles a su contenido, pero a la Palabra hay que dejarla ser, y para ello necesita ser dicha de manera nueva y siempre actual hasta el final de los días, ya que la Revelación encierra una verdad siempre mayor, siempre en un más allá. Ya no es posible, aunque se quiera, seguir viviendo la Palabra como un dictado inmovilizante. La fidelidad en la transmisión del depósito de la fe contenido en la Palabra de Dios exige ideas y expresiones verdaderamente nuevas, porque la vida del cristiano es una vida constantemente renovada por la de Cristo.
El Espíritu Santo es quien da a conocer y ayuda a descifrar los misterios y la voluntad de Dios y sopla donde quiere y como quiere, sin que nada ni nadie pueda ser capaz de impedirlo, y bajo su asistencia la plenitud de la verdad llegará en la medida en que el Evangelio y la vida del cristiano subsistan en la más profunda comunión.
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