Me informan que en el «Buzón del Lector» de una revista de misiones pregunta una aspirante por un Instituto religioso que, entre otras condiciones, posea ésta: la de poder ducharse todos los días.
Esta pregunta nos toca de cerca a todos los llamados a cooperar en la implantación y extensión del Reino de Cristo en toda la redondez del globo terráqueo, que por cierto es un globo bien pequeño comparado con otros globos de los espacios interplanetarios.
El joven o la joven que ponga como condición para entrar en el noviciado el poder ducharse todos los días, que se quede en casa.
No nos hace en la religión maldita la falta. Ya tenemos bastantes tropiezos en la religión sin tener que añadir la convivencia con un ser que será por fuerza en la comunidad un pez fuera del agua por más duchas y remojones que se dé.
Que se quede en casa y que se bañe a sus anchas y se perfume y se peine y se lime las uñas diariamente en la solana. Y luego, como al fin y al cabo estamos tratando de cristianos, que vaya bien acicalado o acicalada a hacer el Vía-crucis y a ganar indulgencias por las almas cuyos cuerpos se pudren debajo de tierra, como un día se pudrirá el suyo por más baños y masajes que dé ahora a sus carnes delicadas. La cuestión es mucho más seria de lo que a primera vista pudiera parecer.
Esa pregunta, aparentemente inocente y bienintencionada, revela una trastienda que no estará de más analizar, aunque sea muy someramente. Todos los directores espirituales en todas las religiones, a través de los siglos, han insistido e insisten machaconamente en que hay que ponerse en guardia contra el peligro de que se nos meta el mundo en la religión.
El mundo es el enemigo de Cristo y tiene por príncipe a Satanás en persona. El mundo es ese tejido de máximas opuestas al Evangelio, y los mundanos son los que se rigen por esas máximas.
Las religiones son un mundo al revés y tienen por príncipe al mismo Jesucristo, que las nutre con el ejemplo de su vida y el alimento de su doctrina tal y como nos la presenta el Nuevo Testamento. Siempre que se dude de la ortodoxia de una máxima, hay que ponerla cara a cara con la vida y doctrina de Jesucristo. Si resiste el careo, es buena; si no lo resiste, hay que repudiarla, por lo menos en la religión. Se trata, pues, de si debe o no admitirse a un candidato que pone como condición el ducharse... poder ducharse diariamente. Y se trata de un candidato a las misiones.
La respuesta ya la di arriba clara y categórica; respuesta mía personalísima que no tiene nada que ver con las respuestas que puedan dar otros, y por lo tanto respuesta que no tiene más fuerza que la que pueda tener una experiencia de 30 años de religión y 17 de misiones en las lomas del Polo Norte, donde ciertamente hay bien pocas ganas de ducharse diariamente.
Ejemplo de Jesucristo
Vamos a carear ese ultimátum de ducharse diariamente, con la vida y ejemplo de Jesucristo, el Divino Misionero, mandado a la tierra por el Eterno Padre para enseñarnos a ser misioneros y a salvar almas.
El episodio tal vez característico, casi brutalmente característico, es el encuentro del Señor con la Verónica camino del Calvario. Si a cualquier misionero de hoy o de ayer, le pasasen una toalla por el rostro y dejase impresa allí su imagen, ¿se parecería a la imagen que dejó Jesucristo de su rostro?
Y, si se responde que eso es sacar las cosas de sus quicios, respondo que Jesucristo es la piedra angular de todo edificio sobrenatural y el quicio en cuyo derredor tiene que girar todo lo que atañe a la salvación del alma y de las almas. Proclamar retóricamente que queremos ser otros Cristos, no es sacar las cosas de sus quicios, sino decir puramente lo que sentimos.
Pues bien, la imagen que dejó el Cristo a quien decimos que nos queremos parecer, es, ni más ni menos, la que veneramos en la sexta estación del Vía-Crucis; o la que nos ha quedado en el lienzo de Turín; o la que por fuerza tuvo que tener el Señor coronado de espinas, cubierto de salivazos caído en el polvo bajo el peso de la Cruz, sudoroso y demás. Se dirá que ese fue sólo un episodio pasajero; que durante su vida Jesucristo fue modelo de limpieza y aseo, hasta el punto de ser y aparecer como el más hermoso de los hijos de los hombres.
Admitiendo todo esto sin reserva alguna mental, pregunto yo a mi vez, ¿qué facilidades higiénicas halló la Virgen en la cueva de Belén cuando tuvo que recostar al Niño en un pesebre? ¿De qué grifo sacó San José el agua, del de agua fría o del de agua caliente? Pero, claro, aquí tampoco se trata más que de otro episodio pasajero. Camino de Egipto, caminata de bastantes días, caminata por arenales y desiertos, ¿cómo se las arreglarían para bañarse diariamente? Y ya en Egipto, donde al principio tuvieron que pedir limosna y luego vivieron en pobreza estrechísima, ¿se duchaba la Sagrada Familia diariamente?
Dígase otro tanto de la vida oculta en Nazaret, en casa humildísima, con las condiciones higiénicas más elementales, al estilo del país y de los tiempos. Durante la vida pública se daba por supuesto que las raposas tenían que tener madrigueras y las aves del cielo sus nidos; pero hubiera sido cosa intolerable que Jesucristo hubiera tenido dónde reclinar la cabeza y mucho menos dónde ducharse.
Los cambios de los tiempos
Mencioné a propósito lo del estilo de los tiempos. Los tiempos cambian y con los tiempos cambian las costumbres. Una de las costumbres que han cambiado es el ducharse. Ducharse y bañarse son acciones bien similares. El bañarse es más antiguo que los collados eternos. El Antiguo Testamento está lleno de eso. Se bailaban y se ungían que era un primor.
Las termas romanas, más recientemente, nos dicen que el bañarse no es de ayer. En La Alhambra de Granada pueden verse las pilas de baño de sus moradores árabes. En tiempo de Jesucristo la gente rica y bien acomodada se bañaba señorialmente, quedando el río y los lagos para la plebe. La Sagrada Familia pudo tener su pila de baño en casa; pero no quiso tenerla. El problema higiénico se resolvía con medios más en consonancia con su estado voluntario de pobreza real y verdadera, y con esos medios menos cómodos la Sagrada Familia era un modelo de limpieza y aseo personal.
Eso no era episodio pasajero, sino modo de vida deliberadamente escogido por Dios mismo que, por cierto, no hace nada al acaso.
¿Condenamos, pues, el ducharse?
¡Oh, no; mil veces no! El solo pensamiento de abolir las duchas me pone los pelos de punta, y no digamos cómo me pone las narices. ¡Hay que ducharse! Somos templos del Espíritu Santo, sagrarios de Dios, hijos de Dios, cosa de Dios. Tenemos que duchamos y asearnos convenientemente. Entonces, ¿en qué quedamos?
Quedamos en esto: en que hoy día en el mundo se tiene más miedo a los microbios que a los pecados. Y como vivimos en el mundo y somos carne y hueso del mundo y nos asimilamos todo lo del mundo, antes de decidirnos a entrar en religión se nos tiene que garantizar que podremos duchamos todos los días.
En eso quedamos. ¡Microbios, no! ¡A vivir 99 años! Así lo aconseja el mundo y así lo exigimos nosotros. Esto, como dije arriba, es cosa muy seria. Porque luego resulta que cruzamos los mares y entramos de lleno en contacto con las almas que vamos a ayudar a salvarse, y entonces lo probable es que nos veamos rodeados de tales circunstancias que la ducha diaria y aun la semanal, sea muy difícil de conseguir.
Además, la ducha es sólo un ejemplo de las exigencias del mundo. Es el cepillo de dientes, la pluma estilográfica, la máquina de escribir, la cámara fotográfica, el reloj de pulsera, la caja de cigarros, los calcetines finos, un sinnúmero de objetos magníficos en sí y agradabilísimos y con los cuales se puede incluso dar a Dios mucha gloria. Se trata del estado de ánimo del misionero para con todos esos objetos y muchos más.
Cómo se redime el mundo
Cuando murió Jesucristo en la Cruz, tal vez le hubiera dado devoción haber dejado a su Medre la túnica inconsútil y a San Juan las sandalias o alguna otra prenda; pero vio cómo se lo repartían todo entre sí los verdugos y cómo quedaba no sólo desnudo y desangrándose, sino sin una sola prenda que dejar a su Santísima Madre.
Esto le dice al misionero lo que pensaba de los objetos de la tierra el Divino Misionero. Al mundo se le redime y se le salva dejándolo todo y muriendo por él; no acaparando objetos ni acicalándose. El que tenga esto por exagerado, piense que es el Evangelio en toda su paridad. Esta es, sin duda, la causa de que la conversión del mundo vaya a paso de tortuga y tenga esos bajones y retrocesos tan lamentables.
Si al misionero no le puede faltar nada, el único remedio para acabar de una vez con el paganismo, será que toque a Juicio el arcángel San Miguel. Como al fin y al cabo somos hijos de Adán, aunque elevados al plano sobrenatural por Jesucristo, sabemos muy bien por la experiencia cotidiana que nos apegamos a todo en este mundo y no somos lo que debiéramos. Por eso no extraña a nadie el que caigamos y el que incluso nos arrastremos llevando una vida gris de adocenamiento ramplón. Pero sería lastimoso que creyésemos que las comodidades se nos deben de derecho.
Es lamentable que caigamos; pero es alentador que nos levantemos y nos rebelemos contra nuestra debilidad. Dios se encargará de que no nos falte de ordinario aquel mínimo de comodidad que exige Santo Tomás para practicar la virtud. Nuestro afán no ha de ser tanto reclamarlo, como procurar que, en efecto, se mantenga siempre en cantidad mínima. Y ahora que respondí a la pregunta sobre el ducharse a diario, quedo tranquilo y respiro a mis anchas. Por las noches podré dormir como un lirón. Las comidas las digeriré mucho mejor.
Me está pasando lo que a esos perros caseros que ven venir un sujeto sospechoso y ladran alarmados hasta que el tal sujeto se va y se pierde de vista. Entonces se acurrucan de nuevo y descansan los muy holgazanes. Ese es mi pecado capital: la holgazanería.
Institute of the Incarnate Word
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[1] Segundo Llorente, SJ, En las costas del mar de Bering, El Siglo de las Misiones, 1953, pp. 195-200.