Artículo publicado hoy en el Diario Ideal, edición de Jaén, página 29

Tras los años pasados desde la aparición de los pintores de la noche, o grafiteros, podemos dividirlos en dos grandes grupos: los que han pasado a ser considerados, por méritos propios y de la crítica especializada, artistas de la pintura al fresco callejero; y los gamberros de toda la vida, que les importa un pimiento la pared, el suelo u otros elementos del mobiliario urbano.

Hemos escrito en nuestro diario que, por ejemplo, una de las iglesias más pintarrajeadas por los pintamonas nocturnos es San Ildefonso, al tener la ubicación tan singular que posee en mitad del casco urbano donde se come bien y se trasiega con los caldos de los viñedos.

Sin embargo, hemos leído estos días que en el pueblo de Mancha Real, la propia Guardia Civil, ha pillado en plena faena a un vecino pintando apelativos ofensivos hasta en la propia puerta de la casa cuartel. Una verdadera locura de este cobarde pintor de brocha gorda y nocturna.

Como en el circo de mi infancia y juventud, siempre existe un más difícil todavía. Resulta, según las páginas de nuestro periódico, en la ciudad de Plasencia, un individuo ha pintarrajeado una muralla medieval y la parroquia de San Nicolás, ambos monumentos ubicados en el casco histórico. Iba, con más gente, en un coche alquilado, cuya matrícula fue fotografiada por un testigo ocular.

Puesta la denuncia correspondiente, ha sido, de nuevo, la Guardia Civil, la que ha rastreado que el gran valiente pintamonas nocturno por la capital del Jerte era un tipo con domicilio en la provincia de Jaén.

Este vandalismo no va a quedar en los aires lúgubres y larguísimos de la Justicia, ya que el regidor municipal de Plasencia ha dicho que no quitarán la “obras pintadas” porque son pruebas del atentado perpetrado por un vecino de las tierras del Santo Reino.

A los católicos nos molesta mucho entrar en el recinto de un templo lleno de figuras exotéricas y signos cabalísticos, porque los viejos vítores situados en catedrales, seminarios o universidades, en siglos pasados, eran gritos en la pared nacidos de anhelos fervientes por la defensa de una verdad de fe católica, o servían para cobijar algún tumulto contra la política local, o regalaban al futuro el olé tan español por el magisterio de unos excelentes profesores.

Sea como fuere, es lógico pensar que el mundo del grafiti nunca terminará, porque cuando empezó la pintura rupestre en Altamira, aquellos autores comprendieron que dejaban una capilla Sixtina. Pero no podían admitir que con el paso temporal daría unos frutos y unas visitas restringidas buscando siempre el mantenimiento de la obra de arte, antes que su destrucción debido a un turismo masivo.

El único modo de acabar con el vandalismo destructor, con el grafiti en manos gamberras, está en el ámbito de la educación, tanto familiar como escolar. Situación harta difícil de hacer, ya que solamente se debe observar lo que los jóvenes pintan en las pizarras y en sus propias carpetas personales: unos inexplicables signos dispuestos a estudiarse con ayuda profesional.

 

Tomás de la Torre Lendínez