He tenido la suerte de que el señor Juan Torres, consultor de comunicación y escritor en www.vozpopuli.com, se fijase en mi artículo “Si yo fuera ateo”.
El artículo no le ha gustado nada y lo expone con mucha sinceridad en un texto que ha publicado recientemente. Uno no es precisamente Chesterton y así lo hace notar el señor Torres al criticar el uso que hago de la sintaxis. Imagino que la sintaxis pictórica de Van Gogh a Murillo le parecería aberrante, qué le vamos a hacer. La sintaxis vehemente y racial de Carlos Dávila no era un prodigio de finura, pero el viejo maestro decía lo que tenía que decir y solía levantar ampollas y encender los ánimos. O sea, que no creo que el debate entre el señor Torres y un servidor alcance las alturas de aquellos de Gilbert Keith Chesterton y Bernard Shaw, seamos sinceros, pero lo vamos a intentar.
La tesis de mi escrito era muy simple: si no fuese católico, sería ateo. Ateo muy ateo. El más ateo de los ateos. Un ateísmo fundamentado en aquello que dijo Dostoievsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”, y en las tesis de los empiristas ingleses, en especial las de Hume: la negación de una realidad objetiva, la negación de un “yo” que percibe, porque si todo conocimiento procede de la percepción sensorial no podemos estar seguros de que los sentidos no nos engañen. O sea, el nihilismo más absoluto. Ante estos argumentos, Dawkins tiene muy poco que decir. Y la ciencia moderna, menos prepotente que la decimonónica, reconoce que el 90% del universo es materia oscura, es decir, misterio. La casi totalidad del mundo real es inexplicable para una ciencia que, con la física cuántica, extiende sus límites al territorio de la mística.
No he entrevistado a todos los ateos, como dice el señor Torres. Concluyo mi artículo diciendo que no conozco a ninguno coherentemente honesto con su creencia. Estoy seguro de que los hay, pero, insisto, no los he encontrado –tal vez sea el primero el señor Torres-. El ateísmo es una fe en la no existencia de Dios, porque esa no existencia es tan indemostrable como lo contrario. Si Torres apela a escritores y filósofos ateos, yo podría hacer lo mismo con los creyentes: desde San Agustín a Jean Guitton o Edith Stein. No llegaríamos a ningún acuerdo y esto se convertiría en una pesadez para los lectores.
Si escribiese el Paco Segarra del año 1990, muy posiblemente suscribiría en su totalidad el artículo de Juan Torres. Pero este destructor de la sintaxis se convirtió en un proceso largo y doloroso –nada paulino, aunque pueda compartir con San Pablo una cierta vehemencia- y se dedica desde entonces a cantar el amor de Dios por los hombres. (Añadir “y por las mujeres” supondría ser cómplice de esa perversa manipulación impuesta a la gramática por los ideólogos del género).
Dios no tiene mucho que ver con la “gestión de la finitud”, como dice Torres, sino con el amor. Dios es amor. En otras palabras: el amor no es un sentimiento o una reacción química cerebral -o sí, pero como causas segundas-, es una persona. Y esa persona, encarnada en un hombre llamado Jesús de Nazaret, predicó la filiación divina de la especie humana; dijo que, como consecuencia, todos somos hermanos y que como hermanos debemos amarnos unos a otros; también advirtió que el dinero y el poder son ídolos que nos esclavizan y nos destruyen, y que debíamos huir de ellos como alma que lleva el diablo; habló de ese mismo diablo como personificación del mal y señor de este mundo doliente y desesperanzado; y, por fin, murió por todos y cada uno de nosotros, pagando en su carne y en su alma por nuestras culpas. Negar que todos cometemos errores, hacemos daño y causamos males a nuestros hermanos sería mentir con mucho descaro: somos frágiles, débiles, egoístas, nos equivocamos muchas veces y actuamos con mala intención otras tantas. Si somos honestos, nos daremos cuenta de que es muy difícil que podamos cambiar con nuestras solas fuerzas, a golpe de buena voluntad. No lo logramos y volvemos a las andadas. Bien, Jesús nos dice: no te preocupes, yo te ayudo –“Te basta mi Gracia”, advirtió a san Pablo- porque ya te he liberado de tu maldad y de aquel que te tenía esclavizado, sólo necesito que creas en mi y en esta salvación que te he ganado, que no hagas estéril mi sacrificio. Pero yo no puedo violentar tu libertad porque no hay amor posible sin ella y yo necesito que me ames. Si me mostrase como soy, morirías de amor y de ternura. Por eso no puedo mostrarme abiertamente: tu corazón no lo resistiría y no quiero dañarte.
No se trata, pues, de la “gestión de la finitud”, sino de la “gestión de la eternidad”. Dios es amor y el amor presupone, ya se ha dicho, la libertad, pero también la justicia. Nada quedará impune, ningún mal quedará sin castigo. No porque Dios se complazca en castigar, sino porque el dolor que Él sufre por los pecados de los hombres es tan terrible como terrible fue su Pasión para expiarlos –Mel Gibson pudo narrar tan sólo los sufrimientos físicos del Cristo, y se quedó corto-. Morir nos puede llevar a la nada o al Misterio. Si elegimos el Misterio, elegimos un Misterio de Amor infinito y vivir se convierte en corresponder a ese Amor. Por eso deseo que el buen Dios conceda el don de la fe a Juan Torres. Y por eso elevo al Cielo mis oraciones. Porque entonces la vida, la realidad objetiva que negaba Hume, adquirirá para él una nueva dimensión, una nueva profundidad e incontables matices. Y descubrirá, a cada instante, nuevos milagros.
Termino. Estoy de acuerdo en lo del dinero. Nada de subvenciones a la Iglesia: los católicos tenemos que pagar y sostenerla, como hacían los primeros discípulos y las primeras comunidades. Sólo así será la Iglesia libre de verdad y los obispos podrán hablar y ejercer de profetas sin miedo y sin temor a perder prebendas, puestos y honores. Naturalmente, estoy en contra de las subvenciones a partidos, sindicatos y productoras de cine. Estoy en contra de toda subvención, salvo de aquellas que sirven para ayudar a los pobres, y en éstas, la Iglesia gana por goleada desde hace siglos.
Enamorarse de Jesús, esa es la clave. ¿Cómo hacerlo? Pidiéndoselo. Haga la prueba señor Torres. Puede decirle: Oye, Jesús, creo que no existes como Dios. Me pareces, como mucho, un loco idealista. Pero si eres Dios, haz que yo crea en Ti. Y además hazlo de manera que lo vea claro. Y hazlo cuanto antes. Ya sabes que me lo ha pedido un tipo exagerado y vehemente, una especie de capitán Haddock al que no hay que hacer mucho caso y que me parece que está tan loco como Tú, pero, bueno, por una vez, y medio en cachondeo, voy a hacer caso a dos locos…
Con mi naciente amistad, quedo a la espera de sus comentarios. Reciba, mientras, un afectuoso saludo.