‘Así también la lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. Mirad que pequeño fuego y qué bosque tan grande incendia. La lengua es también fuego, es un mundo de iniquidad. Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición’.
(Santiago 3:5,910)
Es asombroso el poder que nuestra lengua posee ya que con ella, con nuestras palabras y con nuestra forma de decir las cosas, tanto podemos hacer el bien a los demás como perjudicarles completamente.
Y para ilustrarlo vamos a contar dos historias, las cuales confirmarán estas aseveraciones; la primera para demostrar el bien propio de la sabiduría, y la segunda para demostrar el perjuicio que con nuestra lengua podemos causar.
Esta es la primera:
‘Una vez, un rico mercader quiso ofrecer un banquete con una comida especial a sus invitados. Para ello llamó a su sirviente y le ordenó que fuera al mercado a comprar la mejor comida que hubiera allí.
El sirviente volvió con un bello plato, cubierto con un fino paño. El mercader removió el paño y, asustado, le dijo: ¿Lengua? ¿Es este el plato más delicioso que encontraste? El sirviente, sin levantar la cabeza, respondió: La lengua es el plato más delicioso, señor. Es con la lengua que usted ordena, pide agua o vino, hace amistades, conoce personas, distribuye sus bienes y puede perdonar. Además, con la lengua usted conquista, reúne a las personas, se comunica, reza, cuenta historias, hace negocios, e incluso manifiesta su amor.
El mercader, no muy convencido, quiso probar la sabiduría de su sirviente y le envió de nuevo al mercado, ordenándole que trajera ahora el peor de los alimentos.
Volvió el sirviente con un precioso plato cubierto por un fino tejido. Cuando, ansioso, el mercader retiró el paño vio lo que para él era el peor de los alimentos; el más repugnante. ¡Lengua otra vez! Dijo espantado el mercader.
Sí, lengua, respondió el sirviente. Es la lengua la que condena, separa, provoca intrigas y hasta celos. Es con ella que usted blasfema y hasta manda al infierno. La lengua expulsa, aísla, engaña al hermano, ofende a los padres y hasta declara la guerra y provoca la sentencia de muerte. No hay nada peor que la lengua y no hay nada mejor que la lengua. Todo depende del uso que usted haga de ella.
Y sin esperar respuesta, el sirviente hizo una reverencia y se retiró. Y el mercader alabó la sabiduría de su sirviente’.
La segunda historia es una demostración del mal que lo que sale de nuestra lengua puede causar en una persona que, si bien su vida no era del todo ejemplar, sí mostraba su entrega total hacia su familia.
‘Carmen estaba sola. A sus 17 años era ya madre de un niño pequeño y llevaba otro en el vientre. Carmen no sabía oficio alguno y nadie, debido a su condición, la iba a emplear. Se sentía desamparada dada su soledad y que el pequeño no paraba de llorar pidiéndole comida, mientras ella se desgarraba en su dolor.
Desesperada, Carmen fue un día a una iglesia y ante la imagen de Jesús crucificado le dijo que Él conocía ya su decisión en cuanto a lo que pensaba hacer ella, por lo cual le pedía a Jesús que la perdonara puesto que ya no podía aguantar el dolor que le producía los lloros del niño, imaginándose que lo mismo pasaría con el bebé que estaba a punto de nacer.
A partir de aquel momento Carmen se dedicó a pedir limosna y a limpiar los vidrios de los automóviles, pero cuando su hija nació ella se dedicó a la prostitución, en contra de sus deseos, Al principio fue difícil, pero sus hijos necesitaban muchas cosas y sólo así, según ella, podría obtenerlas. Y de este modo, humildemente pero con mucho amor, les dio siempre lo necesario, aún a costa de su propio sacrificio.
Los años pasaron y sus hijos ya eran jóvenes adultos. Carmen sentía que la vida que llevaba la había hecho envejecer prematuramente y, además, se sentía enferma por tanto sufrimiento vivido.
Pero un día, una mala lengua de esas que no sienten vergüenza alguna por clavar en los demás el dolor, le contó a la hija de Carmen el pasado de su madre. Y aquel mismo día, al llegar la hija a su casa, la misma que compartía con su madre, nada más entrar le dijo: ¡Vete! ¡No quiero verte ni tener a una prostituta en mi casa! ¡Me das asco!. Y Carmen se fue de la casa y se quedó viviendo en plena calle, a la intemperie y sin cobijo alguno.
De pronto una cálida cobija le cubrió la espalda y, al volverse, vio a su hijo. Carmen le dijo que no regresaría a la casa ya que su hija la había echado de ahí, pero el hijo le repuso que él la quería mucho y que no se avergonzaba de ella. Le dijo además: Tú no eres mas que una mujer valiente que se enfrentó a la vida como pudo, con tal de poder dar de comer a sus hijos.
Al regresar ambos a la casa, tanto el hijo como su hermana discutieron fuertemente en presencia de su madre. Y así como él defendía a su madre, su hermana seguía criticándola. Finalmente él le dijo: Yo sólo sé que todo lo que soy se lo debo a ella. Si tú la desprecias, vete de aquí porque yo la cuidaré y la amaré por los dos. Y así fue.
Pero con el paso del tiempo la hija regresó a la casa, más que nada por hambre y por remordimiento porque su vida fuera de la casa había sido un fracaso total. Nada más abrirse la puerta, ella dijo: Vengo a pedirles perdón a ti y a mi madre, a quien tanto hice sufrir. El hermano, con la mirada baja, le pidió que le siguiera.
Después de un rato caminando, entraron a un cementerio y él le mostró la tumba en donde había sido enterrada Carmen, su madre. Al darse cuenta de lo ocurrido, a la hija se le desgarró el alma por el dolor y, llorando desconsoladamente, se echó sobre la tumba pidiendo perdón. El hermano, que seguía conservando la calma, le dijo: ¿Sabes? Hasta el último momento de su vida nuestra madre te estuvo llamando, pero ya nos ha perdonado a los dos ya que yo no supe perdonarte y, a pesar de que ella me pidió que saliera a buscarte, me negué a hacerlo. Pero ella te bendijo y me pidió que si regresabas, te recibiera con los brazos abiertos’.
Y todo ocurrió por la mala lengua de una persona que únicamente pensaba en perjudicar a los demás.
Después de leer estas dos historias, es conveniente que meditemos en la forma de cómo estamos manejando nuestra vida. Y, principalmente, de cómo estamos utilizando nuestra propia lengua hacia los demás, si para bien o para perjudicar.
Que el Espíritu de Dios que mora en cada uno de nosotros guíe nuestra alma y nos ilumine con el fin de que podamos tomar decisiones positivas, con el fin de que podamos alcanzar la felicidad y el éxito en nuestra vida y que, con aquello que sale de nuestra lengua, podamos hacer que los demás alcancen lo mismo.
‘Cuida tus pensamientos, porque tu lengua los convertirá en palabras. Cuida tus palabras, porque se volverán actos. Cuida tus actos, porque se volverán costumbre. Cuida tus costumbres, porque forjarán tu carácter. Y cuida tu carácter, porque será tu destino, y tu destino será tu vida’.