La primera participación que reseñamos está relacionada con ver y oír la celebración litúrgica. Este es un primer modo de participación necesario para todos: ver el desarrollo de los ritos y poder oír las oraciones, lecturas, plegarias y cantos. Ver y oír ya es participar y nos introduce en el Misterio celebrado.
 
 
            El mismo Misal prescribe así el lugar de los fieles en la nave de la iglesia:
 
            “Dispónganse los lugares para los fieles con el conveniente cuidado, de tal forma que puedan participar debidamente, siguiendo con su mirada y de corazón, las sagradas celebraciones. Es conveniente que los fieles dispongan habitualmente de bancas o de sillas. Sin embargo, debe reprobarse la costumbre de reservar asientos a algunas personas particulares. En todo caso, dispónganse de tal manera las bancas o asientos, especialmente en las iglesias recientemente construidas, que los fieles puedan asumir con facilidad las posturas corporales exigidas por las diversas partes de la celebración y puedan acercarse expeditamente a recibir la Comunión.
            Procúrese que los fieles no sólo puedan ver al sacerdote, al diácono y a los lectores, sino que también puedan oírlos cómodamente, empleando los instrumentos técnicos de hoy” (IGMR 311).
 
“Al edificar los templos, procúrese con diligencia que sean aptos para la celebración de las acciones litúrgicas y para conseguir la participación activa de los fieles” (SC 124).
 

Referente al “oír”, hay un común acuerdo que ha llevado a la instalación de la megafonía en todos los templos que por su tamaño la requieran. Sólo es cuestión de atinar y calibrar en el volumen para que ni atrone por un volumen demasiado alto, que aturde a todos y hace que los micrófonos se acoplen, ni un volumen tan bajo que exija tal atención de todos que difícilmente se pueda seguir bien la celebración.
 
Respecto al “ver”, recordemos cómo los presbiterios se construyen elevados, con varios escalones, para permitir una mejor visibilidad y el ambón, como su nombre en griego significa, es un lugar elevado adonde sube el lector y el diácono para ser bien vistos y oídos por todos.
 
“El presbiterio es el lugar en el cual sobresale el altar, se proclama la Palabra de Dios, y el sacerdote, el diácono y los demás ministros ejercen su ministerio. Debe distinguirse adecuadamente de la nave de la iglesia, bien sea por estar más elevado o por su peculiar estructura y ornato. Sea, pues, de tal amplitud que pueda cómodamente realizarse y presenciarse la celebración de la Eucaristía” (IGMR 295).
 
El ambón mismo es un lugar elevado, solemne, reservado para la lectura de la Palabra divina, al cual suben los lectores y el diácono y se convierte en un espacio simbólico del anuncio evangélico. No cualquier atril resultará ser un ambón:
 
“Conviene que por lo general este sitio sea un ambón estable, no un simple atril portátil. El ambón, según la estructura de la iglesia, debe estar colocado de tal manera que los ministros ordenados y los lectores puedan ser vistos y escuchados convenientemente por los fieles” (IGMR 309).
 
Un falso concepto de cercanía, presunta sencillez y participación durante ciertas épocas recientes ha eliminado incluso los escalones del presbiterio para que el altar esté casi rozando las primeras filas de fieles –en una tarima o con un solo escalón-. Se dejaba el presbiterio sin uso, y en el crucero de la iglesia se instalaba un pequeño altar y un atril (en lugar de un ambón) con un solo escalón por altura.
 
Lo que se conseguía era obstaculizar la visión, de modo que los que estén más atrás en la nave de la iglesia puedan ver algo. La altura del presbiterio debe ir en consonancia con la longitud y tamaño de todo el templo para poder ver bien el desarrollo de la acción litúrgica y unirse así al Misterio que se celebra.
 
            Es el primer grado de participación: ver y oír, porque conducirá a una participación más interior, honda, espiritual.