Las respuestas a las peticiones de las preces de las Laudes van en consonancia con lo visto, sintetizando los aspectos principales del tiempo cuaresmal.
La súplica y el deseo de renovación llevan a esperar la promesa de la profecía de Ezequiel (36,1ss): “un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo”. Por eso se ruega: “Infúndenos, Señor, un espíritu nuevo” (Dom I), “Renuévanos, Señor, por tu Espíritu Santo” (Miérc I), “Renuévanos con tu gracia, Señor” (Sab I) “Ayúdanos, Señor, con tu gracia” (Sab II).
El santo tiempo cuaresmal es humilde y reiterada súplica de renovación y de gracia, en definitiva, súplica implorando el Santo Espíritu: “Danos, Señor, tu Espíritu Santo” (Mierc II).
La imagen de la Cuaresma como una peregrinación, un éxodo a través del desierto, está muy presente, orientándonos: “Guíanos por tus senderos, Señor” (Lun I), y así su Palabra va marcando la vida eclesial y la existencia de cada cristiano: “Que tu palabra, Señor, sea luz para nuestros pasos” (Juev I), “Ilumínanos, Señor, con tu palabra” (Lun II). Recordando el deseo de la carta a los Colosenses (3,15), suplicamos: “Que la palabra de Cristo habite en nosotros con toda su riqueza” (Mart II).
Como alimento para el camino, viático, la Eucaristía se nos ofrece siempre: “Cristo, pan de las almas y salvación de los hombres, fortalece nuestra debilidad” (Mart I).
La mirada a Cristo se eleva con confianza: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). Está elevado sobre la Cruz, atrae a todos hacia Él (cf. Jn 12,33) y derrama gracia y perdón. No es de extrañar que en Cuaresma se mire a Jesús crucificado más y más contemplativamente, para decir: “Tú que has muerto por nosotros, escúchanos, Señor” (Viern I), “Señor, ten piedad de nosotros” (Viern II).
La caridad fraterna se ejercita intensamente en la Cuaresma por medio de la limosna y las obras de misericordia; también es ejercicio de amor a Dios, cultivando el trato con Él: la oración y el ayuno, la alabanza y la intercesión. El amor se ve así confirmado, robustecido, acrecentado: “Enciende, Señor, en nosotros la llama de tu amor” (Dom II).
La necesidad de misericordia que experimentamos se vuelva confianza cuando consideramos la Paternidad de Dios y su amor. Llamamos a las puertas de su corazón como hijos que confían en Él, al decir: “Acuérdate, Señor, de que somos hijos tuyos” (Juev II).