"¡Venid, os esperamos!

¡…Venid, pues hay algo asombrosamente bueno preparado para vosotros! ¡Venid!
 
 
            Releamos el mensaje celestial del ángel en la noche profética de Belén: “Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,1011). Por ello, tomando prestadas las notas del canto de los pastores en el pesebre, os repito: Adeste, fideles. Acercaos, fieles. Nuestra invitación se dirige muy especialmente a vosotros, queridos niños, a los jóvenes, pues con toda vuestra alma buscáis la alegría y deseáis la vida, venid. Cristo es el verdadero héroe con el que soñáis, el verdadero amigo que buscáis. Venid, preocupaos de conocerlo y luego amadlo y seguidlo.
 
               Pero nuestra invitación no se queda ahí; quiere llegar a todos los hombres, y en primer lugar a los que reflexionan y buscan. Escuchad la palabra del profeta: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua; venid, también los que no tenéis dinero (entended: méritos ni fuerzas)” (Is 55,1). Luego, nuestra llamada se dirige a quienes no trabajan y sufren. ¿No es propio Cristo quien dijo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28)? Lamentablemente, sabemos bien a qué dificultades se debe enfrentar el hombre moderno, tanto dentro como fuera de sí, cuando debe cumplir un verdadero acto de fe, afirmar su creencia en Dios, aceptar a Jesucristo e injertarse en la Iglesia. Pero en este momento nos parece que nuestra invitación adquiere una fuerza de persuasión muy especial en virtud de la humildad afectuosa con la que se expresa, en virtud de la autoridad franca y sincera que la caracteriza y que no es la nuestra, sino la suya, la del Maestro, la del Cristo-Luz, del Cristo-Pan de vida; y también en virtud de la aprobación que le aportáis vosotros, hombres de hoy, probando mediante vuestras sabias y trágicas experiencias que “bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre –sino el de Cristo- por el que debamos salvarnos” (Hch 4,12). Venid, pues; Cristo ha venido por vosotros, ¡sobre todo por vosotros, hombres de nuestro tiempo!
  
              Pero quisiéramos que el eco de nuestra invitación repercutiese aún más lejos y fuese oído por todos los pueblos de la tierra…
 
  

             ¡Venid, es Cristo quien os invita! Es la invitación a la paz, pues ¡Cristo es la Paz! ¿Comprenderá el mundo algún día en qué estrecha y única relación está fundado el binomio Cristo y Paz? ¿Comprenderá cómo este binomio se resuelve en la ecuación del apóstol san Pablo: “Cristo es nuestra paz” (Ef 2,14)? Puede que sí. De esta esperanza depende el futuro del mundo y de la civilización. Ya seáis sabios, poderosos, jóvenes o sufráis, venid todos a la cuna de Cristo.
 
               Venid y buscad; buscad y encontrad en el Evangelio –es decir, en la buena nueva que nos trae la Navidad- lo que es indispensable para la prosperidad y la paz de la humanidad, a saber: la ciencia del hombre, el conocimiento cierto de su naturaleza y de su destino, la ley que, por encima de todas las leyes, debe regir toda conciencia y toda sociedad. Esta ley de amor impone la fraternidad, la solidaridad, la colaboración, la paz. Y además, con esta sabiduría y esta Ley encontraréis, para realizar plenamente esta empresa –nunca acabada- de una civilización que no ahogue a sus miembros y no sucumba bajo la masa y el peso de su grandeza, encontraréis la energía misteriosa que necesitáis, que sólo la fe puede procurar.

                ¡Venid, venid todos!” (Pablo VI, Discurso, 25-diciembre1965)