Las ilusiones del apóstol, los planes del enviado, los deseos evangelizadores, de la misión, del trabajo por el Reino, chocan con la realidad. Las cosas -los corazones, en el fondo- no salen ni se desarrollan según habíamos pensado, es Dios quien traza sus planes, su proyecto salvador, estando el apóstol al servicio de Dios y de la Iglesia, con la sabia disciplina del corazón de no esperar nunca ni frutos ni resultados (aunque fueran legítimos y santos), sino tener una santa indiferencia, una gran libertad de espíritu que sólo se logra poco a poco, con una "gran dosis de mística", de vida interior, de oración y sacramentos.

    El fracaso se podría interpretar de múltiples formas. 
 
Si el Señor manda sólo a sembrar, ¿quién puede sentirse fracasado por no cosechar? La cosecha, ¿es del Señor o nuestra? 
 
Y si es del Señor, ¿por qué alguien se puede sentir fracasado? 
 
El "negocio" del Evangelio es más del Señor que de los apóstoles, Él está más empeñado que ellos. Hay que dejar a Dios ser Dios, que Él dará crecimiento a la semilla a su tiempo.
 
El fracaso puede ser, por otra parte, herida en el orgullo y amor propio: todos los proyectos trazados que no han cuajado no demuestran de por sí, la incapacidad del apóstol. El que lo vive así busca más su propia gloria que la del Señor. El éxito, incluso pastoral, es un ídolo contrario a la Cruz del Señor, que debe ser arrancado de raíz para no viciar toda obra buena. Si hay frutos, bendito sea Dios, y si nos lo hay, hay que llegar a ser capaces de volver a decir: "Bendito sea Dios".

El fracaso puede, por otro lado, ser usado por el Maligno como tentación y, ante hechos evidentes, seducir al corazón: "lo has intentado y has fracasado. No sirves. Esto no es lo tuyo". Habrá que ejercer el discernimiento: ¿no se tienen aptitudes para un determinado apostolado o se tienen y no se ha tenido respuesta? Es un discernimiento necesario porque, ciertamente se trabaja con los dones, talentos y carismas que el Señor ha dado y con los que Dios quiere contar (así como cuenta y espera la propia debilidad y las propias limitaciones para que brille Él) y no todo el mundo está preparado y sirve para todo tipo de apostolado. Por eso el discernimiento sirve para iluminar las situaciones pastorales y quitar tentaciones o cambiar la actividad del propio apostolado si el caso lo requiere.

    No se puede olvidar que el fracaso es realidad cotidiana, no esporádica ni aislada, sino que la tentación del fracaso es constante. 
 
Única y exclusivamente purificando el corazón de toda motivación engañosa o de toda afección desordenada se puede ser apóstol porque, en este mundo, con la cultura secularista y el ateísmo pragmático que reina que siembra cizaña y hace crecer las zarzas que ahogan la semilla de la Palabra, sólo se puede evangelizar con una seria y profunda mística en la acción apostólica.
 
Un apóstol sin oración -sólo con activismo y "mucha pastoral"- se derrumbará fácilmente. El apóstol se forja en el trato orante con Cristo y en el contacto sacramental con Él mediante la liturgia. Entonces será un hombre de Dios, un hombre lleno de Dios y será libre.

Reiteremos y resumamos entonces: stá expuesto el lenguaje de "fracaso" en las varias acepciones que tiene.

Fue un fracaso el discurso de san Pablo en el Areópago, y discerniendo, vio que ese no era el camino y buscó otros métodos apostólicos, otro auditorio y otros lugares.

Otras veces el "fracaso" le puede hacer ver al apóstol-evangelizador que ese no es su camino ni su apostolado, que sus virtudes, carismas y talentos van en otra dirección que es la que debe potenciar.

Aquello que se ve que sí sirve, que tiene "éxito", deberá ser potenciado y cuidado porque hace bien.

Pero nunca trabajar por el éxito entendido al modo humano, sino evangélico: ¡¡hay que echar las redes una y otra vez!!