Capítulo 5
Discernir la voluntad de Dios
(Rom 12,2)
Esa es la finalidad que San Pablo otorga al ejercicio de transformación de la vida por la renovación de la mente: Para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta. De este descubrimiento, y de la voluntariosa acogida, va a depender la felicidad de toda una vida. Merece la pena poner todos los medios para llegar a ese encuentro con Dios en la conciencia, y saber el por qué y el para qué he sido creado. ¿Cual es mi papel en el mundo? ¿De qué debo yo responder?¿En qué parcela debo trabajar? Sólo se vive una vez en la vida, y sería una pena equivocar la misión luchando en una batalla que no es la mía.
Tras una larga temporada de indudable progreso espiritual y humano, Fernando centró toda su atención en el sacerdocio, que se convirtió en la estrella que le habría de guiar, como a los Magos, al encuentro de Jesús en su particular navidad. Siguió al pié de la letra las indicaciones del amigo sacerdote que se cruzó providencialmente aquel verano en su camino. Así lo cuenta él:
Habían pasado rápidos aquellos inolvidables días del verano de mis dieciséis años. Miguel, el sacerdote amigo, se marchó a su parroquia. A mí me parecía quedarme sólo. Me habían llenado mucho sus conversaciones, sus consejos, su compañía. En unos días había dado un salto vertiginoso en el camino espiritual. Había descubierto nada menos que la maravilla de la oración, y el grato sabor de los libros que hablaban de Dios. Me di, antes de irse, una serie de consejos para continuar el camino. Traté de seguirlos, con el miedo consiguiente de perderme. Me habló de la dirección espiritual que debería intentar llevar con mi párroco. Dirección espiritual que era precisamente lo que en esos días de verano había practicado con él. Pero yo veía imposible vivir eso mismo con D. Pedro. No tenía la confianza necesaria, aunque sí me confesaba con él cada vez que lo necesitaba. Una de las cosas que me indicó como muy convenientes era el de hacer una visita al Seminario. Había que ir para ello a la capital, cosa que no solía yo hacer casi nunca.
Esta idea por una lado me ilusionaba por conocer el lugar donde se estudia para ser cura, pero por otro me encortaba la idea al no saber yo qué hacer allí. Alguna vez le dije a mi párroco que me hablara un poco del Seminario. El me preguntó, pienso que con picardía: -¿Y para qué quieres saber del Seminario? Ya hablaremos un día despacio.-. Y así quedó la cosa. Y un día tranquilo, a un grupo de muchachos que merodeábamos por la sacristía al terminar el Rosario de la tarde, recordando nuestros tiempos de monaguillos, nos llamó y, haciendo una referencia a ese deseo mío, nos habló de ese mundo desconocido para nosotros, un tanto sublimado y misterioso que se llama Seminario. Lo escuchamos, al menos yo, con curiosidad y atención.
Nos contó un poco su historia, los largos años que vivió en aquel lugar junto a muchos chicos de distintos pueblos. Hablaba de oraciones, celebraciones, clases, estudio, trabajos, orden, disciplina, sacrificio, comida pobre, fiestas, cantos, teatros, devociones a la Virgen y San José, etc. Yo le pregunté cómo se puede aguantar una vida tan dura durante tanto tiempo. El me respondió algo que no se me olvidó nunca: -Cuando hay verdadera vocación se aguanta todo con alegría. Cuando no la hay el más pequeño sacrificio resulta insoportable y ridículo.
Pasamos un largo rato escuchando estas historias vividas por él, y por otros muchos, en aquel lugar tan enigmático de la capital. Aquella tarde se acentuó en mí la ilusión por conocer aquel centro. Pero, ¿como hacerlo? Tendría que decirlo a mis padres. Pero ellos no sabían nada de mis inquietudes, y les parecería extraña mi curiosidad. Alguna explicación tendría que darles.
Y aquello me supuso una temporada de preocupación que me hacía estar serio largos ratos. Muy rara debería tener la cara cuando ellos mismos, y mis hermanas, me lo notaron, y me preguntaron con insistencia qué me pasaba. Yo eludía la cuestión, pero la preocupación iba en aumento. D. Pedro, que ya conocía perfectamente mi inclinación, me animó a que un día dijera algo en mi casa. Ya dije al principio que mi familia era creyente y practicantes, pero no sé cual sería su reacción ante mis inquietudes. Me acordé de lo que había aprendido en el verano sobre la oración, y recé bastante ante el Sagrario de la Parroquia, y ante mi Virgen particular. Y esperé el momento oportuno.
Sí, he conocido a jóvenes que podrían haber sido magníficos sacerdotes, estupendos apóstoles, y “gracias” a los padres hoy ni siquiera practican la fe. ¿Qué le dirán a Dios cuando les pida cuentas de su responsabilidad? Conozco igualmente a muchísimos padres que han sentido la gran satisfacción de decirle a Dios que sí cuando les pedía por favor la ofrenda amable de algún hijo. Y Dios le ha recompensado con una alegría inmensa. Este es mi caso particular. Cuando yo les expuse mis inquietudes sólo me dijeron que me lo pensara. Y después todo fueron facilidades, ayudas amables que me facilitaban el camino que, tanto ellos como yo, veíamos con toda claridad. Los padres en estos casos deben pensar muy bien cual ha de ser su actitud, no sea que abiertamente se pongan a luchar contra Dios insensatamente
Juan García Inza
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