Más, mucho más que nadie, hace la Iglesia católica por la humanidad en general y por los que sufren en particular. ¿Cómo es posible tener complejo de inferioridad cuando se forma parte de una institución que, tan sólo en España, ha atendido a tres millones y medio de personas? ¿Cómo no sentirse orgulloso de ser católico cuando la Iglesia a la que se pertenece ha alimentado a dos millones cuatrocientas mil necesitados, repartiendo otras tantas comidas? ¿Y la labor que se ejerce en los colegios, ahorrándole al Estado una cantidad ingente de dinero, 3.600 millones de euros?
Si en España hay brotes esporádicos de racismo y no una auténtica xenofobia, como pasa en países de nuestro entorno, es debido a la actuación de la Iglesia, que atendió a 58.000 inmigrantes e impidió, con ello, que se convirtieran en una carga e incluso en un peligro para la sociedad, contribuyendo a su inserción. ¿Y qué decir de los ancianos?: 61.300 personas mayores fueron atendidas. ¿Y de los drogadictos?: Fueron ayudados 15.400. Se mire por donde se mire, las cifras son de vértigo y constituyen por sí mismas un alegato incontestable, contundente, a favor de la Iglesia. Como decía San Pablo, tantos años atrás, en la segunda carta que escribió a la comunidad de Corinto: "Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los penados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobretones que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen". Sí, somos los impostores que enriquecen a muchos, y sin nosotros no sé si el mundo podría sobrevivir, pero desde luego sería muchísimo más triste, más injusto, menos humano.
Porque, además de esto, está la acción más importante de todas las que hace la Iglesia: la evangelización. Siguiendo con datos de España, a pesar de la oleada de secularismo que nos acosa y nos agrede, una ideología que sólo sabe destruir y acabar con lo que le molesta o se opone a sus planes, en 2013 los 19.000 sacerdotes que atienden las 23.000 parroquias que hay en España, prestaron sus servicios cada semana a más de diez millones de personas, celebraron casi 300.000 bautizos y otras tantas primeras comuniones. Si la situación de los jóvenes españoles es problemática, ¿qué sucedería si no hubieran recibido la inmensa mayoría de ellos una catequesis moral de dos o tres años previa a su primera comunión? Sin la labor educadora de la Iglesia, no sólo en dogma católico sino también en principios morales, ¿cómo estarían los jóvenes? ¿De dónde sacarían sus principios, de la televisión, de los políticos, de los famosos? Si es así, es para echarse a temblar.
Sí, es para sentirse orgulloso de ser católico. Pero no es para sentirse satisfecho. Tenemos que hacer más, mucho más, porque Cristo lo merece y nos lo pide y porque el mundo lo necesita. Somos la sal de la tierra, la levadura en la masa, la luz del mundo. No importa si somos menos que antes, lo que importa es que cumplamos la vocación a la que hemos sido llamados. Y mientras lo hacemos, sintámonos orgullosos de ser católicos. Nadie, absolutamente nadie, hace más que nosotros para llevar esperanza al mundo.