Sin lugar a dudas, la figura del monarca ha sido clave para mantener la compleja unidad de España como Estado y nación; sobre todo, en lo que fue el periodo de la transición. El pasado 19 de junio, el príncipe de Asturias dejó de serlo para convertirse en el rey Felipe VI. En el discurso que pronunció ante las Cortes Generales, no figuró nada que tuviera que ver con la fe. Fue como si los católicos españoles hubieran sido borrados del mapa y eso constituye una falta de atención y tacto político ante un país que se caracteriza por la diversidad. Que sea aconfesional, no significa que deba imponerse una postura laicista, cuya principal característica es ignorar la ardua tarea que ha desempeñado la Iglesia para atender a los pobres que ha dejado la última crisis. Por justicia, debió haberla mencionado cuando afrontó el tema del paro. La Iglesia no busca aplausos, pero sí apoyo para llevar a cabo su tarea.
Parece que la dirección de la monarquía apunta a lo políticamente correcto. Lo que España necesita es dejar a un lado los complejos, recuperando su identidad y, por ende, las raíces cristianas. Evidentemente, no se trata de “casar” a la Iglesia con la monarquía -pues hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios- pero sí de reconocer que ostenta el título de monarca católico y que esto tiene que reflejarse en la praxis. Todo jefe de Estado debe considerar a las mayorías y a las minorías. Por lo tanto, el 72% de los católicos españoles merecía algo más que un profundo silencio evasivo. No es que haya que buscar el triunfalismo, sino revalorar el rol de la religión como vía para construir una sociedad más justa; sobre todo, cuando el modelo económico impulsado por el laicismo ha terminado dejando en la calle a una cantidad impresionante de jóvenes y no tan jóvenes.