El Señor dijo a sus discípulos: « La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Jn 14,27). Es necesario pedir a Dios esta paz de Cristo, y el Señor la dará al que se la pida. Cuando la recibimos hemos de velar santamente por ella y hacerla crecer.
Aquel que en sus aflicciones no se abandona a la voluntad de Dios, no puede conocer la misericordia de Dios. Si te sobreviene una desgracia, no te dejes abatir, sino acuérdate de que el Señor te mira con bondad. No aceptes este pensamiento: «¿El Señor me mirará con amor siendo así que le he ofendido?», porque el Señor es bueno por naturaleza. Vuélvete con fe a Dios y di como el hijo pródigo del Evangelio: «No soy digno de ser llamado hijo tuyo» (Lc 15,21). Entonces verás cuán querido eres del Padre, y tu alma conocerá un gozo indescriptible. (San Silvano 18661938, monje ortodoxo)
Tal como indica San Silvano “Aquel que en sus aflicciones no se abandona a la voluntad de Dios, no puede conocer la misericordia de Dios” pero tampoco podemos ser perezosos como aquel que en la parábola de los talentos, escondió los dones de Dios para no perderlos. Si releemos la parábola del siervo inútil, vemos que Cristo nos dice. “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: ‘Siervos inútiles somos; hemos hecho sólo lo que debíamos haber hecho’”
Los seres humanos tendemos a simplificar las cosas y buscar “lo mejor”, diferenciándolo erróneamente de Dios. Lo mejor es Dios, ya que sólo es realmente bueno. Por eso tendemos a echarnos el fardo encima o a tirar el fardo y esperar que otro sea el que lo mueva. No podemos dejar llevar por la desesperanza. Tanto una postura como otra parten de la pérdida de toda esperanza. En el caso de la postura pelagiana, que asume el ser humano es quien puede y debe hacerlo todo, desesperamos de Dios. No creemos que pueda venir a socorrernos. En el caso de la postura quietista, que asume que hay que dejar que la Voluntad de Dios actúe sin nuestra intervención, desesperamos de nosotros mismos.
San Silvano nos señala la postura del hijo pródigo como la más adecuada, ya que este hijo reconoce que no merece ser redimido por su Padre, pero no por ello desespera y se aleja para siempre. La clave está en la esperanza que portaba en el corazón el Hijo Pródigo. Sabía que el Padre le acogería y le ayudaría en la medida que el fuese digno de esa ayuda. Aquí hablamos de sinceridad y honestidad. A Dios no se le engaña con apariencias y simulacros.
Muchas veces nuestro cansancio nos lleva a sentirnos abatidos. No vemos que nuestros esfuerzos hayan sido fructíferos. Sentimos que no hemos hecho todo lo que debíamos o que Dios no nos ha ayudado. Somos humanos y nuestra naturaleza caída produce que la esperanza nos abandone igual que el agua sale de un jarrón agrietado.