Cuando tenía 8 años me cambiaron de colegio y lo pasé mal porque era nueva, no conocía a nadie en la clase y me sentía como un pulpo en un garaje. Por eso después me acercaba a las niñas nuevas que venían a clase y trataba de hacerme su amiga; aunque no siempre cuajaba la amistad aún mantengo el contacto con alguna de esas “niñas nuevas” del colegio.
Quería hacerles la vida más fácil, aunque en ocasiones no lo necesitaban mucho y al poco tiempo se habían hecho sus propias amigas y se apartaban de mí pero yo me sentía bien por haber sido buena persona con ellas, me salía solo el “haz bien y no mires a quién”. ¡Qué tiempos, bendita inocencia!
En 8º de EGB, 13 años, vino a mi clase una niña que no era nueva, era repetidora, 1 año mayor que todas, mala estudiante, gamberreta, para nada mi tipo, para nada alguien a quien me quisiera acercar. Pero como yo era “buenecita” la profe nos sentó juntas. Lo pasé fatal porque la niña aunque era simpática y juguetona hablaba sin parar, me distraía, me agobiaba de distintas formas, me copiaba los deberes y en los exámenes, a veces olía mal, otras se hurgaba la nariz… se me hacía insufrible, ya ningún pensamiento de bondad me motivaba para seguir a su lado y portarme bien con ella, sólo quería alejarme de ella y vivir en paz.
Me he acordado de esto porque el otro día presencié en el Metro la siguiente escena: unos adolescentes que vuelven del colegio, un chaval le pide a otro unos rotuladores para hacer un trabajo y éste le dice que no, que nunca cuida lo que le presta y que se busque la vida. A continuación otro chaval distinto le pide los rotuladores, ¡y le dice que sí!
A ver, yo comprendo al chico, a mí me molesta mucho que no cuiden las cosas que presto, que me las devuelvan rotas o me las pierdan, que no las dejen en su sitio al terminar… pero ¡qué claramente vi en otros lo que no veo en mí misma!, ¡con qué facilidad juzgué y condené al chico, qué rápido caemos en hacer el bien a quien nos cae bien y pasar de los demás!
Párate a pensar si a ti no te pasa: una persona a la que aprecias mucho te corrige algo que haces mal o te dice algo que te molesta. ¿Cómo reaccionas? ¿Te mosqueas, te enfadas, le mandas a freír espárragos? ¿O te aguantas las ganas de mandarle con viento fresco, incluso haces un esfuerzo y le sonríes y encima, rizando el rizo le das las gracias por advertirte?
O alguien que te cae bien, un amigo, te pide un favor o dinero o cualquier cosa; ¿tú que haces? ¿Le dejas tirado o le ayudas, aunque te suponga una contrariedad, un cambio de planes? Pero si eso mismo te lo pide alguien que te cae mal, alguien con quien de forma natural tú no te relacionarías, ¿le tratarías igual, le atenderías, te sacrificarías para ayudarle? ¿O más bien te daría igual, pasarías de él?
Seamos sinceros, no siempre hacemos el bien sin mirar a quién, sino que miramos mucho quién nos está pidiendo algo, quién nos está corrigiendo, quién nos está llamando la atención. Y según quién sea le hacemos caso o le mandamos a paseo, o al menos ese es nuestro primer impulso: ser buenos con quienes nos gustan y pasar olímpicamente de quienes nos caen mal.
Hay unas palabras del Señor en el evangelio que me hacen temblar, me recuerdan otro refrán: “Cuando las barbas del vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”.
“Tratad a los hombres como queréis que ellos os traten a vosotros. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? También los pecadores aman a quien los aman. Y si hacéis el bien a los que os lo hacen, ¿qué mérito tendréis? Los pecadores también lo hacen. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos otro tanto. Pero vosotros amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar remuneración; así será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno para los ingratos y perversos. (…) No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; (…) porque con la medida que midiereis seréis medidos vosotros.” Lucas 6, 31-38.
He resaltado lo que más me interesa, lo que dice Cristo sobre cómo tratar a los demás aunque sean “ingratos y perversos, pecadores”, gente de la que nos apartamos por instinto, a quien nunca nos acercaríamos de forma natural.
Pero sobre todo me inquieta lo de “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis…, con la medida que midiereis se os medirá…”. ¡Estoy apañada! Porque eso sí que me sale solo y a la velocidad del rayo, lo de juzgar y condenar… ¡PUF!, soy campeona olímpica. Antes de darme cuenta ya le estoy haciendo la radiografía al de enfrente, sacándole los defectos, “pues anda que tú” y demás. Tengo que hacer un esfuerzo consciente de la voluntad para frenarme, parar en seco y decirme: ¿pero tú quién eres para juzgar a esta persona, si seguramente es mejor que tú en muchas cosas, más digna que tú del amor de Dios? Y me avergüenzo de mí misma por ese comportamiento tan vulgar y barriobajero; si los pensamientos se vieran u oyeran no habría piedras en el mundo bajo las que esconderme.
Bueno, menos mal que Dios es infinitamente más grande que yo, que “Él es bueno para los ingratos y perversos “(Lc 6, 35), “hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).