Por los acontecimientos recientes de España, con frecuencia me viene a la memoria la petición que Salomón, en sueños, hizo al Señor cuando Él le dijo: Pídeme lo que quieras. Salomón, después de reconocer su pequeñez y la grandeza de Dios, le pide: enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal; si no, ¿quién podrá gobernar a este pueblo…? Sigue diciendo el texto bíblico 1°Reyes, 3, que al Señor le pareció bien esa petición y le dice: Por haber pedido esto… inteligencia para acertar en el gobierno, te daré lo que has pedido: una mente sabia y prudente… Y te daré también lo que no has pedido: riquezas y fama mayores que las de rey alguno”.
No sabemos lo que nuestro futuro rey Felipe VI pedirá al Señor, pero a él todos sentimos ganas de pedirle algo, aunque como rey temporal, tampoco nos pueda conceder todo. Muchas cosas, muchísimas, no están al alcance ni de reyes, ni de plebeyos. Sólo nos las puede dar el Rey Eterno, nuestro Dios y Señor. Y estos regalos de Dios, que solo Él nos puede conceder, también dependen en buena medida de nuestra disposición para recibirlos y utilizarlos.
¡Saber discernir entre el bien y el mal! Eso pedía Salomón. Y puede parecernos innecesario, al considerar que sí sabemos distinguir lo bueno de lo malo. Si distinguiésemos bien lo uno de lo otro, tendríamos que preguntarnos por qué tantas veces se elige el mal, tanto en la propia vida, como en la sociedad. No es que elijamos el mal porque sí. Tal vez en la elección busquemos complacencias que, por estar basadas en el mal, no pueden traernos el bien. Podría poner ejemplos, pero el lector sabrá encontrarlos en su propia vida o en la de otros.
Esta semana pasada, y en las celebraciones de la vigilia de Pentecostés, muchas personas habrán pedido al Espíritu Santo sus dones, en especial el don de Sabiduría, que es como el culmen de todos ellos.
¿Y por qué? Según nos dice el libro de la Sabiduría, capítulo 9, porque somos débiles y demasiado pequeños para conocer el juicio y las leyes; porque, aunque uno sea perfecto, sin la sabiduría de Dios, será estimado en nada; porque ella nos hace saber lo que es grato a sus ojos y lo que es recto según sus preceptos.
¿Y para qué? Para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que te es grato. Ella me guiará prudentemente en mis obras y me guardará en su esplendor.
No creo que haya cristiano que quiera prescindir de este don del Espíritu. En nuestros trabajos, sean de mucho o poca responsabilidad, necesitamos de la ayuda de lo Alto. Cuando se trata de personas con responsabilidad sobre un colectivo, no digamos sobre una nación, se hacen más necesarios los auxilios de Dios, sin que los humanos dejemos de colaborar en lo que nos corresponde.
Excepto los santos, ¿quiénes no hemos criticado a nuestros gobernantes o no nos hemos quejado de sus actuaciones? A diario lo estamos haciendo para dejar mayor constancia de sus errores o injusticias. Está bien que se enteren de lo que no nos parece correcto en sus formas de gobierno, cuando se lo decimos con buenos modos. Pero también podríamos dar un paso más y tratar de ayudarles orando por ellos de corazón.
Si el Señor nos dijera: “pídeme lo que quieras para el nuevo rey”, ¿sabríamos pedir tan acertadamente como Salomón?
Como se ambicionan más -al menos eso parece- los bienes pasajeros que los eternos, es posible que a muchos no se nos ocurra pedir por la santidad del rey. Podríamos acudir a la historia y ver cómo fue la vida del pueblo que tuvo algún rey santo. Sin duda, si era santo el rey, el pueblo, al menos, estaba gobernado con justicia y paz.
¿No les parece a los lectores que, tal como está nuestra sociedad, nos debe preocupar a todos no sólo la correcta actuación del rey, sino también la respuesta que debemos dar a sus decisiones en función del bien común?
José Gea