Al margen del socorrido comentario sobre la difícil extrapolación de los resultados de las elecciones europeas del pasado domingo a otras elecciones que el común de los electores considera "más serias", me parece que sería un error menospreciar lo ocurrido. No voy a añadir mucho a los sesudos comentarios que se han hecho estos días, pero realmente no deja de inquietar el enorme desgarro que se percibe en Europa. La falta de fe de los ciudadanos en el proyecto de cooperación trasnacional que hemos construido a lo largo de décadas y que no tiene precedente en la historia de la Humanidad.
Si bien las mayorías siguen favoreciendo la construcción de esa realidad multinacional, son también muy relevantes los grupos que, con un signo u otro, apuestan por la ruptura del sistema: privilegiar a los locales, echando a los inmigrantes o a otros europeos, cerrar las fronteras, recuperar el nacionalismo, poner patas arriba la economía... y un largo etcétera. No es fácil encontrar un denominar común, pues las tendencias en cada país parecen muy divergentes, pero me atrevo a indicar que lo común es la crítica a lo establecido, la deconstrucción de la realidad instituida, la utópica visión de que lo por-venir es mejor que lo realizado. Me pregunto si está fundamentado el desencanto de los ciudadanos europeos. Muchos dicen que sí, que las injusticias son tremendas, que la crisis ha arrasado a muchas personas, que es preciso empezar otra vez desde cero... Pero no olvidemos, que son las mismas palabras que han alumbrado los peores populismos del último siglo, desde el nazismo hasta la revolución rusa, la china, la cubana o la norcoreana... las demagogias que sumen en el caos a sociedades antaño razonablemente desarrolladas como la venezolana o -aunque espero que no se consume- la argentina.
Europa pierde la perspectiva de que, pese a los muchos problemas, a las muchas personas que están en una situación muy delicada, somos un continente privilegiado, sin duda el que disfruta de mayor libertad, de mayor estabilidad económica, de mejores servicios sociales del mundo (incluyo ahí también a Norteamerica, donde he vivido tres años). Ciertamente no somos ya los que lideramos el desarrollo industrial o tecnológico, pero sin duda no hay servicios sociales comparables a los europeos. Un ciudadano europeo en la peor de las situaciones -obviamente no se la deseo a nadie- es seguramente mucho más afortunado que uno africano, americano o asiático de clase modesta. Tendrá, con casi toda probabilidad, atención médica de calidad, educación para sus hijos, libertad de pensamiento y una sociedad que -pese a los crecientes egoísmos- en buena medida intentará protegerlo. Todo eso ocurre porque Europa es un continente que pese a sus defectos ha nacido y crecido con unos ideales de solidaridad, de desarrollo compartido, de derechos humanos, que no tienen parangón en el mundo: en pocas palabras porque ha sido -y todavía sustancialmente lo es- una sociedad cristiana. No podemos cerrarnos a eso. No sería justo arrancar nuestras raíces solo para dejarnos huérfanos de valores. Ciertamente es preciso seguir trabajando para aliviar las desigualdades en Europa, pero todavía es mucho lo que el modo de ser y de vivir europeo puede enseñar al mundo.
Si bien las mayorías siguen favoreciendo la construcción de esa realidad multinacional, son también muy relevantes los grupos que, con un signo u otro, apuestan por la ruptura del sistema: privilegiar a los locales, echando a los inmigrantes o a otros europeos, cerrar las fronteras, recuperar el nacionalismo, poner patas arriba la economía... y un largo etcétera. No es fácil encontrar un denominar común, pues las tendencias en cada país parecen muy divergentes, pero me atrevo a indicar que lo común es la crítica a lo establecido, la deconstrucción de la realidad instituida, la utópica visión de que lo por-venir es mejor que lo realizado. Me pregunto si está fundamentado el desencanto de los ciudadanos europeos. Muchos dicen que sí, que las injusticias son tremendas, que la crisis ha arrasado a muchas personas, que es preciso empezar otra vez desde cero... Pero no olvidemos, que son las mismas palabras que han alumbrado los peores populismos del último siglo, desde el nazismo hasta la revolución rusa, la china, la cubana o la norcoreana... las demagogias que sumen en el caos a sociedades antaño razonablemente desarrolladas como la venezolana o -aunque espero que no se consume- la argentina.
Europa pierde la perspectiva de que, pese a los muchos problemas, a las muchas personas que están en una situación muy delicada, somos un continente privilegiado, sin duda el que disfruta de mayor libertad, de mayor estabilidad económica, de mejores servicios sociales del mundo (incluyo ahí también a Norteamerica, donde he vivido tres años). Ciertamente no somos ya los que lideramos el desarrollo industrial o tecnológico, pero sin duda no hay servicios sociales comparables a los europeos. Un ciudadano europeo en la peor de las situaciones -obviamente no se la deseo a nadie- es seguramente mucho más afortunado que uno africano, americano o asiático de clase modesta. Tendrá, con casi toda probabilidad, atención médica de calidad, educación para sus hijos, libertad de pensamiento y una sociedad que -pese a los crecientes egoísmos- en buena medida intentará protegerlo. Todo eso ocurre porque Europa es un continente que pese a sus defectos ha nacido y crecido con unos ideales de solidaridad, de desarrollo compartido, de derechos humanos, que no tienen parangón en el mundo: en pocas palabras porque ha sido -y todavía sustancialmente lo es- una sociedad cristiana. No podemos cerrarnos a eso. No sería justo arrancar nuestras raíces solo para dejarnos huérfanos de valores. Ciertamente es preciso seguir trabajando para aliviar las desigualdades en Europa, pero todavía es mucho lo que el modo de ser y de vivir europeo puede enseñar al mundo.