Muchas veces nos preguntamos: ¿Por qué razón no contesta Dios a nuestras súplicas? ¿Por qué motivo se queda callado Dios? Muchos de nosotros quisiéramos que Él respondiera lo que cada uno deseamos oír, pero Dios no es así. Dios nos responde siempre, aún por medio de su silencio. Sólo debemos aprender a escucharle. Sólo Él sabe y conoce a qué se debe su silencio y, por lo tanto, debemos confiar en Él y tratar de escucharle y entenderle dentro del silencio.

“¡Oh Dios, no estés en silencio, no estés mudo e inmóvil, oh Dios!(Salmo 83:2)
 
Asaf, el protagonista de este relato bíblico, se veía amenazado por enemigos poderosos y más numerosos que él. La amenaza de invasión de Edom, Moab y Asiria era creciente y le asustaba ya que él no era militar, sino el jefe de los cantores del Templo. Era una persona espiritual que dedicaba su vida al servicio de Dios; alguien que, en principio, no debiera sufrir contrariedades de ningún tipo. Pero Dios seguía en el silencio.
Pero Asaf estaba angustiado y clamó a Dios en busca de soluciones. Pero Dios no le respondió; la ayuda no llegó ni recibió lo que esperaba. Entonces, el cantor de Templo le pide a Dios que no guarde silencio, que no se mantenga callado porque necesita urgentemente una respuesta que nunca le llegó.
A veces Dios actúa de igual forma en nuestra vida; en vez de responder guarda silencio, lo cual genera más ansiedad y preocupación en nosotros mismos y nos da una sensación de abandono. Es entonces cuando el maligno introduce pensamientos tales como “Dios no te quiere, si te quisiera respondería” o “Dios se olvidó de ti y te está castigando por tus pecados”, y mentiras así. Pero Él sabe por qué lo hace, y a su tiempo va a darnos lo que Él considera que es lo mejor para cada uno de nosotros, aunque a veces no sea lo que esperábamos.
Y a veces el silencio debería proceder de nosotros mismos en lugar de hablar tanto o de que nuestra voz se oiga por encima de la de Dios. Es oportuno recordar que no es correcto echar sobre Dios la responsabilidad de nuestras acciones. Pero nos gustaría preguntarle por qué el alma humana, que a veces lleva tanta belleza, tanta bondad y tanta nobleza, también puede ser el nido de los instintos más deshumanizados. En ocasiones los hombres niegan a Dios porque observan que el mal triunfa, y con ello experimentan un sufrimiento sin sentido. Si embargo la fe en Dios nació porque los humanos sufrían y sentían la necesidad de liberarse del mal.
Así ocurrió con Elí Wiesel (1928-xxx), quien contó su dolorosa experiencia. De muy pequeño los nazis le internaron junto con su familia, ya que eran judíos, en el campo de concentración de Auschwitz, y Elí dice al respecto: No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas; estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y echó allí su carga. Eran niños, lo vi con mis propios ojos y no podía creerlo; tenía que ser una pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era posible que los nazis quemaran niños y que Dios y el mundo se callaran? No podía ser cierto. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que para mí resultaba interminable. Jamás olvidaré esa humareda y las caras de los niños mientras se convertían en humo y cenizas. Jamás olvidaré esos instantes en que asesinaron a mi Dios y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás podré olvidar ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.
Elí, aquel niño judío, no pudo entender el silencio del Dios eterno en el que creía. Tampoco pudo entender la plegaria sabática de los demás prisioneros. Todas mis fibras se rebelaban mientras me preguntaba a mí mismo si seguiría alabando a Dios por haber permitido que quemaran a millares de niños inocentes en las fosas. ¿Por qué Dios, en su omnipotencia, había permitido crear Auschwitz, Birkenau, Buna, y tantas fábricas de muerte?, termina diciendo Elí.
Parecida experiencia sufrió Aarón Jean Marie Lustinger (1926-2007), otro muchacho judío, quien contó: Yo tenía la sensación de que nos hundíamos en un abismo infernal, en una injusticia monstruosa. Hay en la experiencia humana abismos de maldad que la razón no puede ni siquiera calificar, y donde los hombres se encarnan en esa maldad pareciendo pobres actores, porque el mal que sale de ellos les excede infinitamente. Son títeres insignificantes de un mal absoluto que les desborda. Y el rostro que se oculta no es el suyo; es el de Satán.
Los dos adolescentes, Elí y Aarón, se salvaron de la barbarie nazi. Y a pesar del silencio de Dios que no comprendieron en aquellos momentos, el primero se aferró más aún a Dios en el judaísmo, mientras que Aarón se convirtió al catolicismo. Con el paso del tiempo a Elí Wiesel le concedieron el Premio Nobel de la Paz, mientras que Aarón Jean Marie Lustinger se convertiría en Arzobispo de París.
La respuesta de Lustinger no es original. Desde antiguo la magnitud del mal hace intuir, junto con un Dios bueno, la existencia de un principio maligno con poderes sobrehumanos. Sumergida en el mal la historia humana se convierte a veces en un juicio a Dios por parte del hombre.
El periodista Vittorio Messori interpeló en una ocasión al Papa Juan Pablo II con esta pregunta: ¿Cómo se puede confiar en un Dios que se supone Padre misericordioso, a la vista del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, que parecen dominar la gran historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada uno de nosotros? La contestación del Pontífice fue de una radicalidad proporcionada a la magnitud de la pregunta: El Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte en la Cruz. ¿Podría justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana? ¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta su último aliento de vida preguntando al Padre ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’ es el argumento más fuerte. Termina diciendo Juan Pablo II: Si no hubiese existido esa agonía en la cruz, la verdad es que Dios es Amor estaría por demostrar.
El hecho de que el sacrificio de Jesús en la cruz haya culminado con la Resurrección indica que la confianza absoluta de Cristo en el Dios que pareció dejarlo a su suerte y quedarse además en silencio, estaba plenamente justificada. La muerte, el dolor y la suprema renuncia no son ya lo último, sino pasos hacia el triunfo definitivo.
Pero, ¿qué pensaría Jesús en aquellos momentos de sufrimiento ante el silencio de Dios en su súplica? Esta es la difícil pregunta que todo cristiano en algún momento de su vida debe enfrentar. Es un problema que como Asaf, el personaje del Salmo 83, no tenemos con nosotros mismos, sino con Dios. Asaf tenía a sus enemigos en la puerta y querían destruirlo. Era el momento en que Dios, debido a su silencio, se había convertido en un problema para él más que en una solución a su preocupación. Porque esto es lo que sucede muchas veces cuando queremos manipular a Dios; que Él nos responde con un silencio que sólo Dios conoce a qué se debe y cual es el motivo para el mismo.
Este es el dilema que enfrentamos ante el silencio de Dios. En nuestra impaciencia estamos tentados a ironizar pensando que Dios se durmió (Salmo 44:23, 78:65), o que se olvidó de nosotros y nos oculta su rostro (Salmo 10:11). Todo son conjeturas que se pierden en ese divino silencio, que no hay forma de comprender y aceptar sino entendiendo de una vez por todas que Dios es el Dios del tiempo y que nosotros, como creaturas suyas, estamos inmersos en ese tiempo y no fuera de él, y por lo tanto, en el ámbito de su soberanía.
Hay también personas que jamás podrán oír la voz de Dios porque, simplemente, no saben callar. Están permanentemente embargadas por las mil voces del mundo que reclaman su atención, o porque sólo queremos que Dios oiga nuestras peticiones sin que prestemos atención a sus respuestas, aún en medio de su silencio. Debemos darle a Dios la oportunidad de que Él nos hable y aceptar su respuesta, aunque ésta no vaya de acuerdo a nuestro deseo. De otro modo el silencio de Dios será más extenso e intenso. ¿Cuándo aprenderemos que es tan rico el silencio de Dios como la voz de su Palabra escrita, y que Él nos habla continuamente por vías inesperadas, siendo solamente necesario estar atento y en sintonía con Él para captar lo que quiere decirnos?
Aprendamos que Dios nos habla dentro de nosotros mismos. Es una voz interior, una voz clara y decisiva que, sin embargo, muchas veces no escuchamos. No por falta de capacidad, sino por falta de la disposición que propicia hacerlo. Y en ocasiones preferimos creer que Dios no nos ha respondido, simplemente porque su respuesta no nos satisface.
Sin embargo la experiencia común es que se experimenta dificultad para percibir esa voz interior de Dios que nos habla, simplemente porque nos falta silencio. Parece que sufrimos una cierta incapacidad de vivir sin imágenes y sin sonidos. Tenemos miedo al silencio para oír en él a Dios; miedo a escucharle y a dejarle ser el protagonista de nuestra vida.
Y ante este panorama tenemos que hacernos esta pregunta: ¿Debemos resignarnos pasivamente a enterrar esa voz de amor que parece no resignarse a desaparecer dentro de nosotros mismos? Definitivamente, no debemos resignarnos a ello. Es aquí cuando la búsqueda de ese silencio se convierte en virtud, porque la virtud no es mas que el trabajo esforzado en la adquisición de hábitos buenos, y el silencio es una de esas experiencias que nos ayudará a percibir con mayor nitidez la voz de Dios a cada momento.
Sí, el silencio es virtud desde el momento en que se busca. Provoca la escucha de la voz divina y mueve a la acción hacia lo que esa voz indica. Es ahí donde el hágase tu voluntad del Padre Nuestro cobra sentido, porque ahora se está abierto, no sólo a escuchar cuál es esa voluntad, sino que además se ponen los medios para cumplirla, vivirla y transmitirla.
Pensemos siempre que no tenemos la atribución de cuestionar a Dios por su silencio. En vez de enojarnos y desesperarnos, hagamos lo necesario para seguir confiando en Él.
Tal vez Dios nos ha estado hablando y no nos hemos dado cuenta porque estamos esperando que salga una potente voz del cielo que nos diga lo que queremos oír, o a veces nuestra escasa fe nos mueve a dudar de su respuesta. Pero lo cierto es que Dios siempre responde, a veces de una manera y a veces de otra, e incluso de formas inimaginables y en momentos en los que casi hemos perdido la fuerza, lo cual hace que no nos demos cuenta de que la respuesta ahí está.
No permitamos que el silencio de Dios sea un motivo de desconcierto y hasta de frustración para nosotros, pues esos momentos en que parece que Dios calla son para que reflexionemos, aprendamos a confiar en Él y disfrutemos de su paz. Aún en el silencio, Dios siempre actúa. Y pensemos también que para oír la respuesta de Dios ante su silencio en nuestras peticiones, debemos reforzar nuestra fe religiosa y analizar con la mayor profundidad posible si el silencio divino tiene algún sentido en nuestra vida.
A través del mundo el hombre puede vislumbrar la existencia de Dios y el sentido de su silencio y su ocultamiento. Al meditar en la revelación de Dios en Cristo vemos una coherencia magnífica con lo que representaba la creación. En la muerte, Jesús se entrega por amor al hombre, y este amor ilimitado nos da la confianza de que Dios, aunque guarde silencio, ama al hombre tan intensamente como amó a su Hijo.

CONCLUSION
Hacemos bien en elevar nuestras súplicas a Dios cuando nos encontramos desvalidos, pero no debemos tomar la oración simplemente como un medio para conseguir un fin. Esta actitud hemos de perfeccionarla analizando lo que significa la oración en una persona creyente, consciente de que la respuesta divina podrá no ser inmediata ni de acuerdo a nuestra petición, ya que en ocasiones predominará el silencio de Dios; un silencio que debemos saber interpretar y aceptar incondicionalmente, y que al final se mostrará en toda su riqueza de sentido y nos llevará a adherirnos totalmente a Dios, precisamente porque guarda silencio.
Nuestra vida debe estar inserta en el ejemplo de Jesús, quien no tenía otra meta mas que la de cumplir la voluntad de Dios a pesar de su silencio. Pero también debemos ser conscientes de que ello conlleva sufrimientos y renuncias. Tal sacrificio supone una prueba y una purificación en nuestra vida que nos permite no perder nunca de vista la verdadera meta de nuestra existencia.
 
“Silencio en la mente y paz en el corazón”
(Padre Ignacio Larrañaga)