Mil doscientos millones son muchos millones. Sobre todo si son de personas. Precisamente esa es la cifra de los católicos en el mundo. Bueno, en realidad 1.229 millones exactamente, con datos de 2012, que son los últimos contabilizados, porque ahora en 2014 ya seremos más. Seguimos siendo la primera religión en cuanto a número de seguidores, pues si bien los musulmanes son 1.300 millones, están divididos en varios grupos, como los chiitas por ejemplo, que son alrededor de 300 millones. Además, estamos creciendo por encima de lo que crece la población mundial. Pero lo más importante de todo esto es que todo ello se produce en un contexto que no es fácil, cuando no es incluso agresivo.
El Islam, por ejemplo, está en países secularizados de Occidente y crece allí mediante conversiones, aprovechándose de la tolerancia que existe hacia ellos en esas naciones. Pero en esos mismos países a quien se ataca es al catolicismo y no al Islam, el cual se beneficia de la protección que le brindan los gobiernos allá donde son mayoría, llegando incluso a perseguir a los que se conviertan al cristianismo, como recientemente ha sucedido en Sudán. Es decir, si bien el Islam crece más que el catolicismo, no está soportando el acoso que sufren los católicos prácticamente en todo el mundo.
Por eso resulta sorprendente que, pese a todo, la Iglesia siga siendo atractiva para cada vez más personas, que o bien piden para sus hijos el bautismo o bien lo reciben de adultos con una opción libre, responsable y contra corriente.
Sin embargo, no todo es positivo en este panorama. A pesar de ser la primera religión del mundo y mantenernos ahí año tras año con lo que nos está cayendo encima, no logramos mantener una posición coherente con nuestra fe que resulte incisiva a la hora de determinar políticas que defiendan algunos principios éticos fundamentales. El número, pues, puede estar ocultando una realidad: la desafección de muchos católicos hacia la institución a la que pertenecen o la no identificación con sus principios morales. Pero incluso en este caso, y si tomáramos como ejemplo España, es practicante -con mayor o menor intensidad- en torno al 30 por 100 de la población. Con esta cifra, si esa minoría no insignificante fuera coherente con la fe que no sólo profesa sino que practica, cualquier partido político, del signo que fuera, tendría mucho interés en cortejarla, en atraérsela, y sus políticas serían menos agresivas contra la familia y la vida, por ejemplo. A veces se dice que los obispos no son valientes, no hablan, no se implican en la defensa de determinados derechos, cuando en realidad lo que sucede es que buena parte de los católicos practicantes ni siquiera saben lo que dicen sus obispos o, si lo saben, no hacen ningún caso de sus enseñanzas.
Es reconfortante ver que los católicos seguimos creciendo. Tiene un gran mérito que eso suceda. Pero si somos sólo "cantidad" y no tenemos "calidad", si no somos capaces de ser la levadura en la masa, de ser la sal de la tierra, no estaremos llevando a cabo la misión que Jesucristo nos encomendó. Que los números no nos engañen. De lo que se trata no es de ser muchos, sino de ser santos. Por eso no debemos temer a que se produzcan bajas por mantenernos fieles a las exigencias éticas que se derivan del Evangelio. ¿De qué serviría seguir siendo la mayoría si luego no somos coherentes con la fe que profesamos? En la comida no hace falta poner mucha sal, pero si ésta se vuelve insípida lo que hace la cocinera o el cocinero no es echar más cantidad, sino tirarla.