Recuerdo una ocasión, hace mucho tiempo, en la que asistía a un festival de música cristiana. Un joven matrimonio, que cada año llevaba gran parte de la organización, clausuraba el evento anunciando que pronto serían padres, por lo que darían un paso atrás, y ofrecían que otros cogieran el testigo y se encargasen de la labor que ellos ejercían. Me sentí un tanto contrariado en aquel momento, si bien es cierto que ellos tenían un estado de vida que aún me resultaba lejano, y lo que decían tenía toda la lógica del mundo. Era comprensible.
Hoy soy yo quien, a cada instante, se encuentra en esta tesitura. Y como yo, tantos otros que conozco. Después de jornadas con interminables horas de trabajo (algún día las generaciones venideras se escandalizarán de nuestro ritmo de trabajo, de la absorción de vida y el estrés que nos genera, como nosotros ponemos el grito en el cielo al ver las condiciones de semi-esclavitud de los trabajadores de un siglo atrás), apenas les puedo dar un beso a mis pequeñas antes de que duerman. Las horas para la familia son muy limitadas, y por ello se me antojan casi sagradas; y sin embargo, “las cosas del Señor” también están siempre presentes: hay tanto trabajo por hacer en su mies… Y así se generan los que, para muchos, serán conflictos habituales en el pensamiento; “Dios entenderá que renuncie a esto, debo cuidar a mi familia”. “Si Dios quisiera que me dedicara a tal tarea, ya me procuraría otro tipo de trabajo, con más tiempo libre”. “No puedo Señor, estoy agotado”. “A fin de cuentas, Dios no me pide más de lo que puedo dar, ¿no?”
La Palabra de Dios es clara, y va más allá de nuestra lógica. Dios es celoso de nuestro corazón y nuestro amor, y exigente sobre el mismo:
Mt 10, 37: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”.
En el paralelo del Evangelio de Lucas va más allá, diciéndonos; “Si alguno viene en pos de mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos…”
Entonces, ¿cómo obrar? Dice la campaña de fomento de la lectura infantil: “si tú lees, ellos leen”. Pues eso. Si uno vuelca su vida en Dios, sin reservarse nada (nada = tiempo, horas de sueño, gustos y apetencias, dinero…), haciendo partícipe de ello a la propia familia, ellos, los pequeños, tendrán la mejor de las catequesis para entregar sus vidas a Dios. Por ello ese “hacer partícipe” es fundamental. Aunque la mayoría de las veces no es fácil participar con los pequeños ni siquiera de algo tan elemental e imprescindible como una Eucaristía, no hay otro camino para compatibilizar el cuidado de la familia, la evangelización de los pequeños, y la entrega a Dios.
Para esto hace falta, creo yo, pasión. Vivir apasionado por Cristo, por la construcción de su Reino. Sin pasión siempre habrá una excusa, y nos parecerá buena, y nos la creeremos, y enterraremos el talento que se nos dio. Y cuando vuelva el señor de la parábola a pedir cuentas a sus siervos, seguramente nos atreveremos a decirle: “mire usted, lo que tenía que haber hecho es no haberse ido de viaje, a ver si tenía yo poco con todas mis tareas, como para ponerme a preocuparme de sacarle rentabilidad a su dinero; tome su talento y ábrase una cuenta naranja, que yo bastante tengo con lo mío”.
No, no, ¡esto nunca! Los sacrificios, la falta de sueño, el agotamiento, la renuncia a uno mismo, a nuestras cosas, a nuestro tiempo (respecto al cual se nos vende continuamente: “busca tiempo para ti mismo, para tus cosas. Resérvate tu espacio, sólo para ti”), tiene una recompensa inmensa: “Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna (Mt 19, 29)”. No hay valor en la bolsa que cotice tan alto, ni empresario alguno que pague de esta forma, luego no hay ninguna empresa en la que merezca entregar la vida como en ésta: la empresa de vivir como hijos de Dios apasionados.
Yo me lo digo a mí mismo esta noche, y se lo digo a tantos como entregan sus vidas, laicos o religiosos: no os rindáis, seguid luchando. Y a los que aún no hayan dado el paso, ánimo; merece la pena. De hecho, es lo único que la merece.