Capitulo 3 (1ª parte)
Transformaos por la renovación de la mente
(Rm 12,2)
Es este un capítulo interesante de la vida de nuestro personaje. Está escrito, naturalmente, desde una visión retrospectiva de su historia personal, juzgada desde la experiencia, la fe y la formación doctrinal. Es página importante de este diario, porque en él se nos cuenta ese proceso de cambio vivido en los años claves de la adolescencia, ya iniciando el largo y difícil tramo de la juventud en donde se toman las decisiones transcendentes. Sin duda todo se “cuece” en la mente. El hombre será lo que sean sus ideas. Por eso hay que renovar continuamente nuestro bagaje interior a la luz de la fe, con la palabra de Dios en el corazón.
Por los veranos solía venir al pueblo un sacerdote para pasar una larga temporada. Yo recuerdo haberlo conocido cuando todavía era seminarista. Hasta ahora no le había dado mayor importancia. Era uno más del reducido grupo de personas que solían frecuentar la playa por los meses del verano. Cuando era monaguillo me suponía un pequeño esfuerzo extra el tener que ayudar a su misa cada mañana, después de la del párroco. Era cariñoso, y se portaba bien conmigo. Este verano de 1835, tras la experiencia de las misiones, siendo ya un mozo de 16 años, y con mis inquietudes más seguras, la visita de aquel sacerdote no pasó tan desapercibida. El veía en mí alguna inclinación al parecer no muy normal. Y yo buscaba su compañía con más interés.
Una tarde, después del rezo del Rosario, me invitó a dar una vuelta por la playa. Recuerdo que hacía calor y era agradable la brisa del mar. Hablamos al principio de cosas intrascendentes que ya no recuerdo. Después de un breve silencio me preguntó que cuales eran mis ideas, mis inquietudes, qué pensaba de Dios, de la vida, del futuro. Una serie de cuestiones que como una cascada cayeron sobre mi mente y mi corazón, que en un principio me aturdieron, sin saber qué decir. Se ve que él me vio un tanto vacilante y me ayudó a reflexionar, a buscar respuestas coherentes a las preguntas que me hacía. Le expliqué lentamente cuales eran mis inquietudes, mis dudas, mis últimas experiencias. El me escuchaba atentamente y me iba hablando despacio, con amabilidad, con calma.
Eran reflexiones largas, citando mucho el Evangelio, haciendo constante referencia a la palabra vocación. Yo iba entendiendo que Dios llama a quien quiere, y que hay que escucharle. Entendí también que la vocación sacerdotal es la más importante porque te une a la persona y a la misión del primer sacerdote que es Cristo. Me citó aquellas palabras de Jesús con las que tantas veces me tropezaría después: “Muchos son las llamados y pocos los escogidos”. Y me recordó aquel deseo de Jesús de que pidiéramos mucho al Padre que enviara obreros a su mies. Me insinuó que seguramente yo era uno de los llamados y de los escogidos. Me dio miedo aquella afirmación tan rotunda, pero al mismo tiempo sentí una gran alegría y satisfacción. Ahora estoy seguro de una cosa: no se puede afrontar el tema de la vocación desde la frialdad teórica, desde la superficialidad.
El Evangelio, la cercanía de Jesús era lo que a mí más me iba llenando. Las demás razones o circunstancias me traían un poco sin cuidado. Al final de aquella larga conversación sentí que mi mente se estaba renovando en profundidad, y mi vida iba entrando seriamente en un proceso de transformación, tal y como leería con el tiempo en San Pablo.
Muchas veces he pensado, y estoy constatando a diario, que pese a los avances de las ciencias, la cantidad de libros que se editan, lo que se estudia, lo que se habla, la facilidad de comunicación inmediata a nivel mundial que nos facilitan los medios modernos, la sociedad en la que estamos, la que formamos todos, la llamada aldea global, adolece de una tremenda falta de cultura y de comunicación personal. Hemos llegado a este postmodernismo con la mente vacía de ideales y el corazón desierto de valores.
Yo observo a la juventud que bulle a ciertas horas nocturnas por nuestras calles y lugares de diversión, y me dan pena. Van como ovejas sin pastor. Dicen y hacen barbaridades sin el más mínimo pudor. No ven más allá de sus narices. Adoran el alcohol, el tabaco, el sexo, la droga, el ruido, la velocidad, la pura y dura diversión. ¡Qué difícil resulta llegarles al fondo del alma y tratar con ellos cosas serias! No entienden nada. Es otro lenguaje. Es otra visión de la vida que les lleva a adoptar actitudes grises, planas, miopes, aburridas. Naturalmente que se dan excelentes excepciones, ¡no faltaba más! Pero en la mayoría de los casos no es fácil iniciar un diálogo en profundidad como el que nos cuenta el protagonista del diario si no partimos de unos principios elementales que nos hablan de la grandeza del hombre. La vocación sobrenatural se apoya en la maravilla de la vocación natural que todos tenemos.
Juan García Inza
(Resrvados todos los dererchos)