En el artículo anterior nos centrábamos en el aire pelagiano que va habiendo en nuestra época.

Apuntábamos algunos hechos y actitudes que no ponen en el centro de nuestra acción catequética y social la base misma de la Iglesia y que, de alguna manera, se centran en el hombre en vez de centrarse en Jesús. Y, claro, si es Jesús el único Salvador, nadie podrá salvar mas que Él; y muchos podemos tener la impresión de que somos nosotros quienes salvamos. Y como nadie somos salvadores de nadie, por mucho que actuemos, si no le dejamos actuar al Señor, no damos ningún fruto.

Cuando los ancianos de hoy éramos niños, veíamos una manera de actuar apostólicamente que no es la actual: había gran asistencia a la misa diaria, la comunión y la confesión frecuentes, lo mismo que la oración en la iglesia y la visita al santísimo eran algo corriente tanto en jóvenes como en adultos; y se nos insistía en que sin eso fracasaba toda actividad apostólica. En esto se nos insistía también en el seminario.

Hoy, por el contrario, hay más bien una preocupación de planificar, de organizar, de actuar… no se insiste tanto en la oración, en la cercanía al Señor, en la frecuencia de los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía y se hacen reuniones y reuniones sin apenas estar unos momentos ante el Señor, entre otras razones, porque las iglesias están cerradas todo el día. Y vemos grupos apostólicos que desaparecen a medida que pasa el tiempo. ¿Por qué? ¿No estaremos humanizando lo divino en vez de estar divinizando lo humano? ¿No estaremos intentando hacer por nosotros mismos lo que solamente Dios puede hacer? ¿No es lógico que vaya cundiendo una especie de desánimo al no ver fruto después de tanto tiempo de trabajo apostólico?

No quiero ser negativo, porque también veo grupos que son constantes en sus tareas apostólicas, y si reflexionamos sobre el por qué estos grupos tienen continuidad, vemos que actúan sobre unas bases firmes, es decir porque hay un recurso constante a Dios y una valoración de los medios sobrenaturales en los que se le da a Dios la primacía de nuestra actividad apostólica.

Dentro de este análisis, mi reflexión quiere centrarse en los santos. Eran conscientes de que sólo Dios puede hacer las obras propias de Dios; nunca se les ocurría ponerse en lugar de Dios. Y no es que, conscientemente, queramos hacer nosotros lo que realmente es propio de Dios, sino que de manera inconsciente nos vamos deslizando por ahí. ¿No es cierto que a veces, al decir: yo he hecho, yo he conseguido, nosotros hemos logrado… estamos como poniéndonos en el lugar propio de Dios? Porque es Dios quien hace, es Dios quien consigue, es Dios quien logra, bien sea por medio de nosotros, bien actuando directamente. Nosotros somos sólo instrumentos en manos de Dios, y lo único que hicieron los santos y lo único que nosotros, por muy santos que seamos debemos hacer, es preparar la actuación de Dios, sin complicarnos la vida haciendo cosas y cosas y cosas, pero sin la convicción de que es el Señor quien va realizando lo que quiere y es el único que lo puede realizar. ¿No es algo de esto lo que está sucediendo hoy?


Por eso debemos preguntarnos: ¿estamos fundamentando nuestra vida personal y apostólica en la misericordia del Señor, en la fuerza la Eucaristía, manantial de la gracia, en la escucha de su Palabra y en la oración de petición confiada? Me da la impresión de que esta dimensión básica y fundamental, está devaluada y muy silenciada en la predicación y en la catequesis, a pesar de ser la única manera de darle el protagonismo al Señor.

Los cristianos que creen que su salvación es ante todo gracia de Cristo, jamás se apartan de los manantiales de la gracia, mientras que la inmensa mayoría de los católicos que se alejan de estas fuentes tienen un cierto aire pelagiano y esperan salvarse por sus propias fuerzas, o un aire de apóstatas, que ni creen en la necesidad de salvarse ni creen en la vida eterna, ni en nada.

Y es que ya dijo Jesús: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada" (Jn. 15, 5). Y también San Pablo pudo decir "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp. 4, 13). Sólo conjugando estas dos frases en nuestro actuar, tendremos la paz y la alegría de estar trabajando bien por el Señor.


Decía hace tiempo el entonces cardenal Ratzinger, que el error de Pelagio tiene muchos más seguidores en la Iglesia de hoy de lo que parecería a primera vista. Fijémonos en cómo ora la Iglesia: «Danos luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (Or. dom. I, T.O.). «Que tu gracia, Señor, inspire, sostenga y acompañe todas nuestras obras» (Ltg. Horas, laudes I sem.).


Recordemos que David dejó a un lado la coraza y las fuertes armas que Saúl le ofrecía, y se fue contra Goliat con una honda y unas piedras, y le venció (1Sam 17). Y es que Dios normalmente elige a los pobres y con medios pobres confunde la soberbia del mundo para que a Él solo se le atribuya la gloria de las grandes obras de salvación. Escuchemos finalmente unas palabras de San Pablo: "Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios… El que se gloríe, gloríese en el Señor " (1Cor. 1, 27-31).

Continuará...

José Gea