Hechos de los apóstoles 8, 5-8. 14-17; 1 Pedro 3, 15-18; Juan 14, 15-21
«El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y Yo también lo amaré y me revelaré a él»
25 Mayo 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«Los acontecimientos de nuestra vida son esos misterios que nos ayudan a descubrir la mano de Dios guiando nuestra barca. Esos sucesos pasados nos dan ánimo, nos ayudan a caminar»


A veces, en medio de la vida, entre carreras y pausas, nos detenemos. Miramos la vida, la nuestra, la de los otros. Observamos, meditamos, callamos. Siempre me quedo confuso ante la pregunta que la vida nos hace: « ¿Qué tal estás?». Como si la pregunta tuviera trampa o viniera ya con la respuesta incluida. Como si en cada instante uno tuviera que responder que bien, que las cosas marchan, que somos felices. Pero tal vez no sea así. Porque la felicidad no es ese estado permanente de paz infinita que nunca alcanzamos. La felicidad se compone de momentos, de luchas, de sueños, de fracasos, de tentativas, de esperas, de descansos, de encuentros, de sorpresas. A veces podemos pensar que nuestra vida es gris. Y recuerdo entonces el relato de Giovanni Papini en el que escribía sobre su viejo reloj parado a las siete. Ese reloj, dos veces al día, se unía a todos los relojes que en su loca carrera de la vida se detenían un momento en ese punto. El resto del tiempo permanecía inmóvil, inútil, inservible. Pero había dos momentos en los que todo encajaba y tenía sentido. El escritor sabía que la vida se compone de momentos en los que nos sentimos plenos, descubrimos un sentido, disfrutamos y soñamos: «También yo estoy detenido en un tiempo. También yo me siento clavado e inmóvil. También yo soy, de alguna manera, un adorno inútil en una pared vacía. Pero disfruto también de fugaces momentos en que, misteriosamente, llega mi hora. Durante ese tiempo siento que estoy vivo. Todo está claro y el mundo se vuelve maravilloso. Puedo crear, soñar, volar, decir y sentir más cosas en esos instantes que en todo el resto del tiempo. Estas conjunciones armónicas se dan y se repiten una y otra vez, como una secuencia inexorable». Pero junto a esos momentos de luz, de plenitud, hay muchos momentos de silencio, de espera, de aguardar, de anhelar. Así es la vida. Y cuando pretendemos vivir todo con la misma intensidad. Cuando le pedimos a la vida lo que no nos puede dar. Cuando nos desesperamos al ver que no tenemos esa felicidad de la que tanto hablamos. Entonces, al ver que en muchos momentos del día no coincide nuestra hora con la de la vida, podemos ponernos tristes y desesperarnos. Hoy pensaba que mi vida tiene muchos momentos de luz. Ojalá tuviera dos momentos al día como mínimo, como ese reloj parado. Serían muchos. Lo importante es pensar que Dios también está en esos otros momentos de cansancio, de rutina, de olvido, de neblina. Sí, allí sigue, caminando, sosteniendo mi vida. Abrazando mis silencios. Alegrando mi espera. Sí, allí, cuando nadie parece verlo, yo lo veo. Sonrío y me alegra esperar. Y sueño fuerte. Y anhelo con ansia. Y quiero que me pregunten « ¿Qué tal?» para responder que estupendo. Y agradezco por la vida. Aunque a veces no entienda. Aunque a veces camine sin respuestas. Y construyo con mis palabras. Y sostengo vidas que tiemblan. Y me levanto y me alegro. Y miro callado, deseando. Y tengo luz y tengo sombras. Noches y días. Lluvia y sol. Como la vida misma. Y el reloj me recuerda que estamos hechos para lo eterno. Y que en la vida vislumbramos tenuemente lo que seremos.

Hay muchas cosas en la vida que merecen la pena ser guardadas en el corazón
. Palabras importantes, frases grabadas en el alma, silencios con una densidad especial en los que ocurrieron muchas cosas. Personas que han dejado huella. Un abrazo, una respuesta, una pregunta, un silencio. Un paisaje, una puesta de sol. Momentos, sí, esos segundos que valieron toda una vida, porque en ellos se decidió algo importante. Esos momentos de plenitud, de luz, de calor, en los que estamos con las personas a las que tanto amamos y sentimos que el corazón reposa, que todo encaja, que todo es querido por Dios. Nos sentimos cuidados por Dios. Sólo a veces, viene el miedo a perder eso que amamos. Nos gustaría guardar ese momento para siempre y poder sacarlo cuando haya oscuridad. Guardamos todo en una caja cerrada en el alma, allí donde nadie tiene acceso, sólo Dios. Allí, en lo más escondido. En lo más hondo guardamos la vida que va pasando. La guardamos para no olvidarnos. Porque la memoria nos falla y podemos dejar pasar lo importante. Siempre pienso que no hay nada peor que olvidarnos de las cosas importantes, de las frases que nos conmovieron, de algún encuentro especial. Da igual que un día no recordemos lo que hicimos ayer, o lo que comimos, o el nombre de un actor, o algún dato anecdótico, o acontecimientos históricos que son parte de nuestra cultura. Importa poco. Al final la memoria se va perdiendo y esas cosas no importan tanto. Lo triste es cuando olvidamos las cosas realmente importantes en nuestra vida, aquellas por las que mereció la pena luchar, darlo todo, morir incluso. Pienso en mis padres, que apenas saben bien lo que hicieron ayer y no podrían decir lo que harán mañana. Pero súbitamente, al preguntarles algo de su pasado, al enseñarles una foto, al hurgar con infinito respeto y cuidado en su pasado, abren esa caja guardada de recuerdos y te cuentan cosas que nunca has oído. Es mágico. Allí lo guardaron todo, en lo más hondo de su alma. El corazón es misterioso. Guarda tantas cosas. Olvida tantas otras. Tiene heridas abiertas y cicatrices. Es profundo y hondo. Tiene sombras, tiene mucha luz. A veces nos turba. Porque cambia, pasa de la alegría más viva a la tristeza más turbia. El Papa Francisco nos hablaba esta semana de nuestro corazón: « ¿Cómo está mi corazón? ¿Es un corazón bailarín que va de un lado a otro?». A veces el corazón es muy bailarín. Es cambiante. Un día amanece animado y al día siguiente se entristece sin razón aparente. Por eso es tan importante volver a los momentos en los que el corazón ardía. Recordarlos, revivirlos. Por eso es tan necesario que el corazón descanse en un amor sólido, estable, que no se muda, que permanece. Por eso, cuando nos enfriamos, tenemos que volver al primer amor, para reiniciar el camino. Como decía el Papa Francisco esta Pascua: «Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y serena». Es la alegría y el fuego que necesitamos en el camino. Recordamos, no para vivir anclados en un pasado que ya es historia, sino para enfrentar el futuro con fuerza, con pasión, con ganas de vivir. Para hace resurgir la esperanza. Los acontecimientos de nuestra vida son esos misterios que nos ayudan a descubrir la mano de Dios guiando nuestra barca. Esos sucesos pasados nos dan ánimo, nos ayudan a caminar sin miedo.

Hay personas que son capaces de guardar las cosas bonitas de la vida.
Luego tienen la facilidad para olvidar lo malo rápidamente. Hay personas que saben guardar a otros en su corazón. Y allí descansan protegidos y cuidados. El P. Kentenich decía: «No hay un lugar mas hermoso en el mundo que el corazón de un hombre noble lleno de Dios». Un corazón lleno de Dios. ¿A quién guardo yo en el corazón como un tesoro? ¿Veo la luz en mi vida y me olvido rápidamente de lo malo? Hay personas que guardamos en el alma y por ese tesoro estamos dispuestos a venderlo todo. Jesús nos guarda en su corazón herido. Hay personas, todos queremos estar cerca de ellas, que guardan la parte positiva de todo, incluso la parte bella de algo difícil. Es casi imposible lograrlo, pero ellos tienen ese don. Convierten lo duro de la vida en un camino que les lleva al corazón a Dios y al corazón de los otros. Hay otros, por el contrario, que guardan lo malo e incluso dentro de las cosas bonitas guardan la parte fea, la queja, lo que falta, la nostalgia, lo que aún no poseen. Se amargan y amargan. ¿Cómo soy yo? Para guardar hay que aprender antes a vivir la vida a fondo y con pasión. Si no lo hacemos así, las cosas pasan y no calan, no dejan huella en el alma. Así nos pasa a veces con tantas experiencias religiosas bonitas, con tantos encuentros en los que pensamos que tocamos a Dios. Luego todo se olvida y la vida sigue igual. Creíamos que era una gran conversión y no ha dejado de ser un momento álgido, de alegría, un segundo que ha volado. Es muy importante que las cosas queden en nuestro interior. Tenemos que aprender a disfrutar de los momentos, de la vida que Dios nos regala. Como decía una persona: «Le pedí a Dios cosas para disfrutar de la vida. Él me dio vida para que disfrutara de todas las cosas». Para vivir la vida tenemos que implicarnos. Mirar. Escuchar. Meternos a fondo en ese momento del camino. Vivirlo con intensidad. Disfrutarlo. Si es mar, si es montaña, si es noche, si es desierto, si es espera o soledad, si es dolor o alegría, si es inicio de algo o momento de cambio. Y después degustar en el corazón lo sucedido y agradecer. Meditarlo. Pensar qué ha significado para mí ese momento. Pasarlo por el cedazo del corazón. ¿Dónde estaba Dios ahí? ¿Qué me ha querido decir Dios con lo que me ha ocurrido? Tenemos que aprender a mirar en profundidad. Mirar como miraba Jesús. A veces no vemos nada, es verdad, sólo guardamos y ya llegará el momento en que encajarán las cosas y me daré cuenta de cómo ese paso fue importante en mi camino. ¡Cuántas veces no vemos nada más que el hoy! Eso les pasaba a los apóstoles aquella noche, que sólo veían que Jesús se iba y su dolor y su miedo a perderlo. Jesús les habla. Les pide que guarden, les pide que esperen, que confíen, que aguarden su Espíritu, que crean. Ellos no lo comprenden, pero cada uno guardará esa noche en el corazón sus palabras. Las guardará sin entender demasiado. Guardará algo único. Y esa palabra guardada, en algún momento se hará vida y cambiará su corazón. A nosotros nos pasa lo mismo. ¡Cuántas veces nos dicen cosas, escuchamos un Evangelio, vivimos una experiencia y no sucede nada especial! Es como si no hubiera ocurrido. Pero, de repente, esa misma palabra oída mil veces, nos impresiona y se hace vida. Y nos cambia. Y vibramos por lo que estamos viviendo. ¿Qué palabras son esas? Tienen que ver con ese lenguaje misterioso y personal que se da con Dios. Tienen que ver con lo que yo soy en lo más profundo.

Jesús se despidió de los suyos aquella noche, en esa última cena
. Se toma su tiempo. El amor verdadero se toma el tiempo para despedirse. Porque las despedidas duelen en el alma. Es duro decir adiós. En esos momentos queremos decirlo todo, guardarlo todo, contarlo todo. Jesús quiere que los suyos lleguen a Dios. No quiere que se pierdan por el camino. Sabe que le han amado. Él los ha amado hasta el extremo y los ha cuidado. ¡Cuánto los ha amado! Sufre por ellos, por su soledad. Pero se alegra de que no se queden retenidos en su persona, quiere que sigan soñando, que sigan subiendo alto, aunque Él ya no pueda estar físicamente a su lado. Jesús se hace prescindible. Como decía el Padre Kentenich: «No debo dejar que las personas se queden detenidas en mí. Debo velar para que continúen su crecimiento más allá de mi persona y se adentren y arraiguen en el corazón de Dios». Jesús es la meta de nuestro camino, es cierto, es el camino, es el peregrino, es el que va en nosotros. Nuestra misión es dejar que otros lleguen a Dios. En nosotros se encontrarán con Dios, Aquél que nos abraza y sostiene. El que camina llevándonos en brazos y sosteniendo nuestra vida frágil. A Él conducimos a los que amamos. En Él descansarán. Hoy Jesús les recuerda que está con ellos para siempre. Pero quiere que aprendan a vivir llevándolo en sus corazones. Por eso ellos esta noche guardaron los gestos, los momentos en los que el amor se expresó. Lo guardaron todo: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y Yo también lo amaré y me revelaré a él». Juan 14, 15-21. Guardaron las palabras que no se volverían a repetir. Guardaron los gestos de amor que ellos mismos tendrían que repetir cada día a partir de ahora. Pero sufren, están tristes, porque hasta ahora no se habían separado nunca de Jesús. Por eso no había sido necesario guardar, sólo vivir el momento. Jesús estaba con ellos. Sólo tenían que disfrutar cada día con Él. Sin pensar en lo que dejaron, ni preocuparse por el futuro. Sin asegurar nada. A su lado confiaban. Así habían vivido los discípulos esos tres años. Cerca de Jesús. Viviendo con Él, siguiéndolo donde Él iba, estando con Él, hablando y escuchando, con el corazón abierto a lo que cada día sucedía. Todo con Jesús era una aventura que merecía la pena. Ahora, Jesús les dice que guarden en el corazón: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos». Sus mandamientos son sus palabras, es ese don de su amor que se hace vida, que los hace capaces de dar más, siempre más, hasta que duela. Su mandamiento es un yugo suave, una carga ligera. Porque está fundado en el amor. Decía el P. Kentenich: «Procuremos que nuestro saber se haga vida, se haga amor. Que lo que sepamos desemboque en el amor». Jesús quiere que todo lo que saben se haga amor. Por eso les pide que guarden en el alma todo lo vivido, sus palabras, ese mandamiento del amor que les dará la vida, que les hará subir las cumbres más altas. Por eso les pide que atesoren en lo hondo de su corazón los recuerdos y la experiencia de sentirse amados y elegidos por Él. Porque quiere que aprendan a amar y a darlo todo como Él. Porque quiere que sean valientes. Jesús los ama mucho, de forma muy personal, los ama desde las entrañas. Jesús amaba a cada uno en su originalidad, en su verdad. Los amaba personalmente. Así quiere que amemos. No de forma vaga. No a todos igual. Quiere que nos abajemos, que nos acerquemos al hombre, que amemos desde nuestras entrañas. Desde lo más hondo de nuestra vida. Con un corazón que ama lo humano, que se apega y ata, que eleva y engrandece.

María aprendió a amar y a guardar todo lo vivido durante toda su vida
. Miraba, escuchaba, guardaba, lo meditada todo en diálogo con Dios en su corazón. Lo que no entendía, lo que le sorprendía, lo difícil, lo bonito, todo lo que vivió desde su sí primero en Nazaret lo guardó hondo, lo rezó. Quizás no todo lo comprendió en su momento. Habría cosas guardadas que entendería más tarde, al pie de la cruz, o en la resurrección, o tras la Ascensión. Pero siempre fue la hija de Dios, la niña confiada en sus manos de Padre, la Madre que amaba como su Hijo, sin medida, de forma personal, desde las entrañas. ¡Cuántas horas de intimidad con Dios! ¡Cuántas horas para hablar, para escuchar, para agradecer, para entregar, para acompañar a Jesús! ¡Cuántos momentos para abrazar y querer a los discípulos, a todos los que Jesús amaba! Varias veces nos dice el evangelio que María guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón. Con asombro lo guardaba todo. Ella guardó en el cáliz de su corazón la sangre de Jesús al pie de la cruz. Ella guardó cada paso de su Hijo. Guardó cada palabra, cada milagro, cada gesto, cada silencio. Cada caída bajo la cruz, cada desprecio de los hombres. Guardó sus palabras íntimas. Guardó sus silencios profundos. Sus abrazos, sus besos. Lo guardó todo para poder entregárnoslo. Para sostener a los apóstoles cuando tuvieran miedo tras la muerte de Jesús. Ella seguramente les recordaría a cada uno las palabras que Jesús les había dicho personalmente. Les traería a la memoria esas palabras de cariño, de esperanza, de predilección. No les recordaría, como nosotros a veces hacemos con nuestra buena memoria, lo mal que lo hicieron, su infidelidad, sus miedos, su huída, sus torpezas, su dificultad para entender. A cada uno le hablaría del amor personal que Jesús le tenía. De ese amor fiel y fuerte. ¡Cuánto les consolaría y sostendría la presencia de María! Sus palabras les harían tanto bien, serían un bálsamo en sus heridas, un remedio para sus miedos. Ella es la que guarda a Cristo, fue la primera custodia viva, es la que guarda nuestra historia de amor con Él, la que nos habla de Él cuando no lo vemos, cuando lo hemos perdido, cuando nos sentimos solos y pensamos que se ha olvidado, porque no nos salen las cosas o no sabemos qué hacer ni dónde está. María sostuvo a cada uno con inmenso amor desde la muerte a la resurrección, desde la Ascensión hasta la venida del Espíritu Santo. María nos sostiene a nosotros de la misma manera. Nos abraza por la espalda. Nos anima, nos enaltece, nos respeta y cuida. Hoy Jesús les dice a los apóstoles que imiten a María. Que guarden esa noche, que guarden sus palabras para que se hagan vida, para que puedan recordarlas y regalárselas a otros cuando Él no esté, para que los sostengan cuando ya no pueda repetírselas con su voz humana.

María camina a nuestro lado cada día
. Ella es Madre y Esposa, es Hija, es niña dócil a las más leves insinuaciones de Dios. No se cansa de amar, de esperar, de abrazar. María nos cuida. Siempre me ha impresionado esta afirmación. María me cuida. Le importan mi vida, mis preocupaciones, mis problemas. Le importan las tonterías que a mí me importan y le da importancia a mis miedos. Toma mis dudas en sus manos. Abraza mis silencios vacíos de palabras. Pero a mí se me olvida que Ella siempre está a mi lado y muchas veces compruebo mi torpeza y me alejo. Ella siempre me espera, como todas las madres, aunque lleguemos tarde a casa. Hace ya muchos años se tomó en serio mi vida. Me esperó con infinita paciencia. Eso vuelve a conmoverme cuando lo recuerdo. Su amor de Madre. Su amor cercano y cálido. En un momento dado asumió su papel de madre y me mostró el camino que tenía que seguir. Quería que me la llevara a casa, que aceptara llevar su virgen peregrina. Desde entonces se quedó en mi casa y ordenó las cosas a su antojo. Eso siempre me ha gustado de sus formas. Respeta mis tiempos, pero actúa, y va modelando el alma con mucho cariño. Sin forzar, sin pausa. Sin violencia, sin miedo. Me alegra pensar que Ella me abrió el corazón de su Hijo, me señaló la entrada, su herida y me acercó con delicadeza. Entonces Ella se puso en un segundo plano y dejó que Él tomara la iniciativa. Así es María. Aguarda, escucha, espera y luego permanece en silencio, a nuestro lado. Así lo hizo en su vida terrena. Así lo sigue haciendo cada vez que nos ponemos en sus manos. Pienso que este mes de María es un tiempo privilegiado, en el que podemos entregarle nuestro corazón y regalarle esas muestras concretas de nuestro amor. La queremos y, como nos pasa muchas veces con las personas, no le mostramos con hechos cuánto la amamos. Y el tiempo se nos escapa de las manos. Y no hacemos locuras de amor por Ella. Y no nos entregamos confiados. Y nos olvidamos. Y el tiempo se nos va sin hacer nada, sin hacer crecer el amor. Y el amor que no se cuida se enfría, se seca. Es también este mes un mes para recorrer los misterios de la vida de Jesús y de María. Es el rosario ese camino que recorremos a través del gozo, del dolor, de la gloria y de la luz en la vida de Jesús y de María. Lo hacemos con admiración, con respeto, adentrándonos en el silencio. Pensaba que nuestra vida también tiene muchos misterios. Nuestra vida es un rosario o varios rosarios llenos de misterios. Miramos nuestra historia y vemos el paso de Dios por nuestro corazón. ¡Cuántos momentos de gozo y de luz! ¡Cuántos momentos de dolor, de muerte y luego de resurrección! Son los misterios en los que Dios va tejiendo nuestra historia con amor, con infinita paciencia. La palabra misterio, en su sentido estricto, es una verdad sobrenatural, que por su misma naturaleza, está por encima de la inteligencia finita. Es una verdad revelada. Los misterios de la vida de Jesús son verdades que se nos han mostrado con claridad. En nuestra vida hay muchos misterios. Son momentos en los que Dios nos revela quiénes somos, nos muestra el camino, nos desvela hacia dónde peregrinamos. Son estos los misterios por los que queremos agradecer. En ellos descubrimos quiénes somos, cuánto nos quiere María y cuánto nos quiere Dios. Ojalá podamos mirar con un corazón agradecido cada uno de esos instantes, cada momento de amor y de entrega. El corazón agradece y María nos enseña a mirar conmovidos nuestra historia, a guardar como un tesoro el paso de Dios por nuestra vida. Ese paso que hace la vida sagrada.

Jesús se va pero volverá en medio de nuestra vida diaria
: «No os dejaré huérfanos, volveré». ¡Qué humanas son estas palabras en que les dice a sus amigos que no les va a dejar, que vendrá, que volverá, que vivirá dentro de ellos, que no les dejará huérfanos! Sabe cómo se sienten. Volverá escondido detrás de los acontecimientos, en las personas a las que amamos. Podremos volver a tocarlo en las personas heridas, sostenerlo en la cruz de los demás, hablar con Él en el altar de nuestro corazón, pasear con Él por el jardín de nuestra alma, recibirlo cada día como la persona más amada. Esa promesa de esta noche es para cada uno de nosotros. Jesús, en su último día en la tierra, le implora al Padre por nosotros, se preocupa por nosotros. Así vivió, así muere. Mirándonos. A veces nos pasa, en las encrucijadas del camino, en el momento de tomar decisiones importantes, cuando viene la noche o nos sentimos lejos de todos y de Dios. Entonces, en ese preciso instante, cuando nos sentimos tan solos y abandonados, viene Él y nos promete su presencia. Y nos grita en el alma: «Te espero, volveré por ti, te llevará junto a mí, en mi costado, en mi corazón. Cada día apareceré en tu vida, cada día te esperaré en el Sagrario, en el corazón de las personas nobles que estén cerca de ti. Nunca me voy a separar. No tiembles, hijo mío. Tu fragilidad, cuando te entregas a mí, me conmueve y hace que te lo dé todo. No me reservo nada». A mí me pasa, en cada eucaristía, que me imagino dónde estaría yo en aquella mesa, esa noche, en aquella última cena. En realidad, en cada misa se repite ese momento. Jesús nos habla, se parte, nos bendice, nos lava los pies. Nos mira con un amor infinito. Nos turbamos sobrecogidos al escuchar sus palabras: «Es mi cuerpo, es mi sangre». Cuando las pronuncio me siento muy pequeño, desbordado por su amor. En ese momento guardo silencio, sobrecogido, contemplo el milagro, el misterio. Tiemblo ante su promesa. Es el amor que se da hasta el extremo, se parte, se dona, se quiebra. El amor que lava los pies, comparte la comida y la vida. Jesús me mira en esa última cena. Hoy me mira en la eucaristía, sabe dónde estoy. Su mirada calma siempre el corazón. En cada eucaristía vuelvo a revivir la promesa. Yo mismo soy Cristo. Yo mismo soy discípulo. Abrazo el pan que se hace carne. Toco el cáliz con su sangre. Me conmueve ese momento del Espíritu. Vuelve a suceder. Vuelve a entregar su vida por amor. Vuelve a confiarnos sus secretos, sus confidencias, su amor. Allí, recostado sobre su pecho. Allí, mirándolo conmovido. Vuelvo a escuchar sus palabras y el corazón tiembla de emoción. Su presencia es real y también lo es su promesa. No nos ha dejado. Está cerca, caminando, hablando, escuchando, siguiendo nuestros pasos.

Jesús hoy nos pide que guardemos todo en el corazón, y, al mismo tiempo, que aguardemos con paciencia la venida del Espíritu:
«Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros». Les dice que le pedirá al Padre que les dé otro defensor. ¡Qué ternura encierra esta promesa! Los ve frágiles y perdidos sin Él. Rezará por cada uno, le pedirá al Padre que envíe otro defensor que esté para siempre con ellos. Necesitan oírlo. Nosotros también necesitamos su promesa. Promete el amor que no pasa nunca. Nos promete un defensor, un consolador. Porque ve a sus discípulos desprotegidos y tristes, como nosotros tantas veces. Jesús siempre piensa en nuestras necesidades y se adapta al momento en el que nos encontramos. Me conmoví al escuchar el otro día hablar de una persona fallecida: «Vivió su vida queriendo hacer felices a los demás, pensando en agradarles, buscando hacer posibles sus deseos». Es difícil vivir así. Muchas personas viven esperando que los demás hagan realidad sus deseos. Pero su amor es autorreferente. No buscan la felicidad de aquellos a los que aman. El amor de Jesús es creativo, se dona. Es el amor que sale a mi encuentro en cada momento y que comprende todo lo que hay en mí, lo acoge y le importa. Como Jesús, el Espíritu los defenderá de sí mismos, del egoísmo, del mal, de sus miedos. Como Jesús los consolará. Como Jesús, los alentará. Dios conoce mis sentimientos. Conoce mis dudas, si me siento perdido, solo, huérfano, triste. Me pide que guarde el amor que me tiene. Me habla de la esperanza y promete que volverá por mí, que me consolará, me defenderá, me protegerá. Ese defensor que recibirán vive y estará con ellos. Jesús les anima a tener una intensa vida interior, a mirar con los ojos del alma a Dios detrás de la vida. A escuchar con los oídos del corazón la voz de Dios en la historia. A estar con Él. Hasta ahora, bastaba con hablar con Jesús cada vez que tenían una duda. Bastaba con preguntarle. Ahora necesitan orar. Dirigirse a Él en su corazón. La intimidad es mayor todavía. A veces vivimos hacia fuera, dejando que los días pasen. ¡Qué pocas raíces tenemos! ¡Qué poco profundas son! ¡Qué poca vida interior! Nos desconocemos, no nos damos tiempo para mirar el día con Dios, no dejamos espacios de silencio para escuchar a Dios en nuestra alma. Ahí, en mi corazón, donde tengo guardado tantos momentos, palabras, lugares, personas. Allí, en la desnudez de mi corazón, me espera Dios cada día. Para estar conmigo. ¿Cuál es el lenguaje de mi alma? ¿Lo conozco? ¿Cómo me habla Dios a mí? 

Hoy nos habla el Señor de la fidelidad.

Porque Él permanece fiel a su palabra. Y nos invita a ser fieles, haciendo su voluntad y cumpliendo sus mandatos. Nos regalará la fuerza y la sabiduría. Esta noche empieza el tiempo del misterio: «Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque Yo sigo viviendo. Entonces sabréis que Yo estoy con mi Padre y vosotros conmigo y Yo con vosotros». Jesús ya no va a estar con ellos físicamente pero permanecerá en sus corazones. ¡Qué difícil de entender! Vendrá de nuevo y se posará sobre cada uno para alentarlo, para consolarlo, para fortalecerlo, para darle luz en medio de la oscuridad. Estará en su corazón cuando lo reciban en su cuerpo y en su sangre. Estará dentro de ellos, donde se guarda lo más sagrado. Desde allí, les repetirá que los ama, que los elige. Desde allí los acompañará. Por eso Jesús en esta noche les pide que miren hacia dentro. Ahora, lo más importante pasará en el corazón de cada uno. Allí Él los alumbrará. El tiempo de los discípulos es también nuestro tiempo. Es el tiempo de la nostalgia y de la esperanza, de la alegría por haber vivido a su lado y del anhelo de volver a verlo. Es el tiempo de compartir entre todos el miedo y la espera de su Espíritu. Es tiempo de silencios, para poder meterse en la morada del corazón y dialogar con Él. El tiempo para decirle que sin Él nada es igual, pero que les ha dejado una huella que les ha marcado para siempre, que confían en su palabra y saben que está con ellos. Es el tiempo de repetir torpemente en sus gestos esos gestos guardados de Jesús. Es el tiempo para repetir las palabras de misericordia de Jesús, su forma de curar, su forma de hacer milagros, su forma de acoger, de caminar, de vivir. Por eso tienen que guardar, por eso necesitan a María, porque Ella los une y les entrega a Jesús guardado en su alma. Ella los reúne para orar e implorar el Espíritu Santo. Por eso no estamos huérfanos. Ahora está María y luego les enviará el Espíritu. Nosotros no estamos huérfanos tampoco. Lo que nos falta en ocasiones es vaciar el alma para que el Señor habite en ella. A veces dudamos. Nos da miedo darlo todo. El otro día leía: «Nosotros vacilamos años enteros y a veces también toda la vida en la indecisión de consagrarnos enteramente a Dios. No podemos decidirnos a hacer el sacrificio completo. Nos reservamos afectos, planes, deseos, esperanzas, pretensiones, de las cuales no nos queremos desprender por temor de encontrarnos en esa perfecta desnudez de espíritu, que es el requisito indispensable para ser plenamente poseídos por Dios. Tenemos que atravesar un puente y nos falta el coraje. Por el miedo de ser infelices, permanecemos siempre infelices, rechazando el donarnos sin límites a aquel Dios que nos quiere poseer únicamente para liberarnos de nuestra infelicidad y de nuestra miseria». Nos da miedo dejarlo todo para seguirlo. Nos fiamos a medias de su promesa y nos da miedo caer y no ser fieles. Conocemos nuestra debilidad, nuestra herida. Hoy el Señor nos pide que le entreguemos el corazón sin miedo. Sólo podemos plasmar la vida y educar si vive en nuestro corazón una gran pasión. Sólo convencemos cuando estamos enamorados de lo que decimos, cuando arde el fuego en el alma. Decía el P. Kentenich: «Si quiero educar tengo que ser un hombre de una gran idea, de un gran amor, de un gran espíritu de sacrificio y de gran oración». Y añadía: «Debemos comunicar nuestra vida. La otra persona recibe mi vida lo quiera o no». Comunicamos lo que vive en nuestro interior. Las teorías no transforman. La vida sí. Comunicaremos el Espíritu si habita en nosotros. Comunicaremos un amor por la vida si amamos la vida. Daremos alegría si vivimos la alegría de la entrega diaria, allí donde Dios me coloca para dar vida. Es imposible encender un fuego con un trozo de hielo. Los discípulos amaban a Jesús y su amor se hizo contagioso. La misión empieza cuando nos sentimos amados. Porque el amor recibido nos hace testigos creíbles. Decía el Papa Francisco: «Si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús». Ese amor nos hace misioneros, nos hace testigos fiables. Jesús nos pide que guardemos su mandamiento, que guardemos su amor. Sólo así podremos entregar lo que hemos recibido. Les daremos a los hombres la esperanza y el amor que se nos ha dado.