Cuando la jerarquía de valores es remplazada por la idolatría, el ser humano pierde la capacidad de llevar a cabo una crítica constructiva de la realidad social en la que se desenvuelve. ¿El resultado? Exaltar a hombres y mujeres superficiales que de amor, justicia y verdad no saben absolutamente nada. Fue justo lo que pasó en el marco del nacionalsocialismo de Hitler. En lugar de haber escuchado a los que se oponían a su régimen totalitario, las masas optaron por rendir culto al autor del nazismo, adoctrinando a los niños de la época. Aunque hoy nos parezca improbable que la sociedad cometa el mismo error de exaltar a líderes sanguinarios, existe el riesgo de querer justificar lo injustificable, promoviendo la vida de personas extraviadas. Por ejemplo, al votar por aquellos que, al conocerlos, sabemos que no se esforzarán por el bien común, en lugar de apostar por otra clase de liderazgos políticos o, en su caso, cuando la sociedad aplaude hechos como la infidelidad en el noviazgo o en el matrimonio.
Una sociedad que reconoce a los mediocres, en detrimento de los que se esfuerzan todos los días por dejar una huella constructiva en campos como la economía, el deporte, la religión, el desarrollo tecnológico, la salud, etcétera, se lanza hacia el abismo del sinsentido. Los medios de comunicación, si bien constituyen una de las fortalezas de todo Estado democrático, tienen mucho que ver en los modelos propuestos, porque rara vez promocionan a los que están haciendo algo por el mundo. Al contrario, mientras más excesos haya de por medio en una figura pública mejor. Se trata de un morbo que atenta contra la educación y la formación. Entonces, ¿la solución pasa por censurar ciertos programas? Aunque hay que cuidar la calidad moral de los contenidos y atender la edad de los destinatarios, lo principal sería aprender a educar mejor, recuperando el binomio casa-escuela. Si hubiera un nivel educativo aceptable, las nuevas generaciones sabrían criticar, discernir y optar sin importar las opciones que se les presentaran. Muchos ya lo hacen; sin embargo, falta dar nuevos pasos.
La obsesión por la imagen -a base de mentiras- es tan fuerte que se coacciona a toda persona que tenga el deseo de trascender por su conciencia y no por ver a cuántos fotógrafos puede atraer en una noche. La fotografía, como medio para capturar momentos entrañables, es algo valioso, ligado al arte; sin embargo, qué lamentable cuando se emplea para saciar el ego de quienes valoran más la apariencia que la verdad. Por lo tanto, la pregunta sigue siendo ¿qué clase de modelos estamos proponiendo a las nuevas generaciones?, ¿vidas llenas o tristemente vacías? Las figuras públicas deberían sentirse obligadas a la congruencia.
¿A quién le regalamos un “like” en las redes sociales? Pensémoslo bien, porque a veces ese “me gusta”, en lugar de llegar a una persona que sinceramente comparte una fotografía o video, se dirige al hueco que busca exhibirse y, desde ahí, ganar aplausos. Por ejemplo, los que se graban derramando -literalmente- una botella de Champagne en vez de disfrutarla con los suyos. En la medida en que veamos más allá de lo aparente y superficial, podremos rediseñar la cultura.