El pasado viernes me invitaron a una graduación de alumnos de segundo de bachillerato en un colegio católico. No tengo mucha experiencia de este tipo de ceremonias, que parecen haberse convertido ya en tradición, no sólo en la enseñanza media sino incluso en la primaria. En el primer caso parece más justificado, porque supone rendir homenaje a una parte muy esencial de la vida de cualquier estudiante, la que cubre su infancia y adolescencia, en muchas ocasiones compartida con los mismos compañeros y en el mismo centro escolar.
La referencia explícita a Dios en distintos momentos de la ceremonia me hizo pensar sobre la impronta que marcaría en las vidas de esos chicos y chicas su paso por una escuela católica. ¿Cuántos de quienes estaban allí sentados vivirían con entusiasmo su fe? ¿Cuántos la mantendrían durante y después de sus estudios universitarios? ¿Qué influencia tendrían esos jóvenes en conformar una sociedad cristiana? ¿Hastá qué punto serían fermento de otros valores o se dejarían arrastrar por los imperantes?
Sin ánimo de ser pesimista (ninguna persona con Fe puede serlo, pues Dios es, en última instancia, el Señor de la Historia), a primera vista resultan poco aleccionadores los resultados del ingente esfuerzo que hacen las instituciones católicas en la educación de la juventud de este país. Se estima que un 35% de los chicos y chicas de este país se educan en colegios con ideario católico. A juzgar por los valores imperantes en la sociedad española, a juzgar por lo que uno observa en la Universidad, a juzgar por la actuación de personas singulares que estudiaron en colegios católicos (no voy a citar ejemplos concretos, pero hay sobrados en la vida política, social y cultural), ese ingente esfuerzo no parece dar los frutos esperados. Naturalmente, la educación católica no es adoctrinamiento, como no puede serlo ninguna buena educación, y respeta la libertad de las personas, que pueden en última instancia aceptar o no los valores que se le proponen. No obstante, parece razonable que la educación recibida durante una parte tan significativa de la formación de los referentes éticos de cualquer persona debería implicar un impacto más hondo en su visión de la cultura, la ciencia y la técnica, en sus valores y virtudes, que llevaría en su conjunto a construir una sociedad más acorde con el Evangelio, esto es, más digna del ser humano, más honesta, más generosa, más profesional, más abierta a la vida, más espiritual.
No soy quien para señalar los factores de este aparente fracaso de la escuela católica en España, de su escaso impacto en conformar los valores de la sociedad contemporánea, pero se me antoja que debería ser una preocupación central de todos aquellos que promueven, dirigen o participan activamente en estas escuelas. Como indicaba Benedicto XVI en su visita a los alumnos de un centro escolar católico del Reino Unido en 2010, "...una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y una buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos sus alumnos a ser santos". Bien está que una escuela católica sea reconocida por su prestigio educativo, por su nivel de idiomas o de práctica deportiva, pero si no ayuda en última instancia a conformar mentes y corazones católicos no está cumpliendo bien su misión. La meta que señalaba Benedicto XVI era muy ambiciosa: ser santos. Y ser santos es estar muy cerca de Jesús, querer ser como El, vivir su mensaje en plenitud, sin renunciar a ninguno de los valores hondamente humanos. Ser santo es estar entusiasmado y entusiasmar a otros, ser consecuentes con unos valores (amistad, familia, amor, generosidad, alegría) aunque sean anómalos en los ambientes en los que vivimos, aunque sean ridiculizados u hostigados, porque nos darán una felicidad duradera, que no depende del exterior sino de nosotros mismos, de nuestra relación con Dios y con los demás.
La referencia explícita a Dios en distintos momentos de la ceremonia me hizo pensar sobre la impronta que marcaría en las vidas de esos chicos y chicas su paso por una escuela católica. ¿Cuántos de quienes estaban allí sentados vivirían con entusiasmo su fe? ¿Cuántos la mantendrían durante y después de sus estudios universitarios? ¿Qué influencia tendrían esos jóvenes en conformar una sociedad cristiana? ¿Hastá qué punto serían fermento de otros valores o se dejarían arrastrar por los imperantes?
Sin ánimo de ser pesimista (ninguna persona con Fe puede serlo, pues Dios es, en última instancia, el Señor de la Historia), a primera vista resultan poco aleccionadores los resultados del ingente esfuerzo que hacen las instituciones católicas en la educación de la juventud de este país. Se estima que un 35% de los chicos y chicas de este país se educan en colegios con ideario católico. A juzgar por los valores imperantes en la sociedad española, a juzgar por lo que uno observa en la Universidad, a juzgar por la actuación de personas singulares que estudiaron en colegios católicos (no voy a citar ejemplos concretos, pero hay sobrados en la vida política, social y cultural), ese ingente esfuerzo no parece dar los frutos esperados. Naturalmente, la educación católica no es adoctrinamiento, como no puede serlo ninguna buena educación, y respeta la libertad de las personas, que pueden en última instancia aceptar o no los valores que se le proponen. No obstante, parece razonable que la educación recibida durante una parte tan significativa de la formación de los referentes éticos de cualquer persona debería implicar un impacto más hondo en su visión de la cultura, la ciencia y la técnica, en sus valores y virtudes, que llevaría en su conjunto a construir una sociedad más acorde con el Evangelio, esto es, más digna del ser humano, más honesta, más generosa, más profesional, más abierta a la vida, más espiritual.
No soy quien para señalar los factores de este aparente fracaso de la escuela católica en España, de su escaso impacto en conformar los valores de la sociedad contemporánea, pero se me antoja que debería ser una preocupación central de todos aquellos que promueven, dirigen o participan activamente en estas escuelas. Como indicaba Benedicto XVI en su visita a los alumnos de un centro escolar católico del Reino Unido en 2010, "...una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y una buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos sus alumnos a ser santos". Bien está que una escuela católica sea reconocida por su prestigio educativo, por su nivel de idiomas o de práctica deportiva, pero si no ayuda en última instancia a conformar mentes y corazones católicos no está cumpliendo bien su misión. La meta que señalaba Benedicto XVI era muy ambiciosa: ser santos. Y ser santos es estar muy cerca de Jesús, querer ser como El, vivir su mensaje en plenitud, sin renunciar a ninguno de los valores hondamente humanos. Ser santo es estar entusiasmado y entusiasmar a otros, ser consecuentes con unos valores (amistad, familia, amor, generosidad, alegría) aunque sean anómalos en los ambientes en los que vivimos, aunque sean ridiculizados u hostigados, porque nos darán una felicidad duradera, que no depende del exterior sino de nosotros mismos, de nuestra relación con Dios y con los demás.