Me ha llenado de gran alegría la noticia de que se ha aprobado la autenticidad de un milagro debido a la intercesión de Pablo VI. Es un Papa al que la historia no le ha hecho la debida justicia y que, sin embargo, jugó un papel decisivo en la historia de la Iglesia contemporánea. Ahora es Dios el que suple lo que los hombres no supieron hacer y le permite ser elevado a la más noble categoría, la de los santos y beatos.
Pablo VI, arzobispo de Milán cuando fue elegido para suceder a Juan XXIII y anteriormente pro secretario de Estado con Pío XII, era un gigante intelectual, un hombre sabio y bueno, quizá tímido y no siempre ágil a la hora de tomar decisiones para atajar los males que aquejaban a la Iglesia, pero nunca cobarde (como demostró la publicación de la Humanae vitae) ni dubitativo en lo concerniente a la defensa de la moral y el dogma.
La suya fue una época convulsa. Cuando fue elegido Papa, el Concilio Vaticano II estaba recién estrenado, apenas se había llevado a cabo una sesión, pero ya había sido suficiente para darse cuenta de que la mayoría de los padres conciliares optaban por unas reformas que podían poner en peligro la unidad de la Iglesia y que no estaban en sintonía con el deseo del Papa que había convocado el Concilio, Juan XXIII. Pablo VI, con firmeza y delicadeza, advirtió una y otra vez a los líderes de la mayoría que si no modificaban algunos de los documentos que estaban elaborando él no los iba a firmar, con lo cual se iba a una ruptura de hecho dentro de la Iglesia, pues si bien el Concilio puede aprobar lo que quiera sin contar con el Papa, eso no tiene valor si no lleva la firma del Pontífice. Así se logró un consenso que resultó válido para la inmensa mayoría de los católicos.
Lo que sucedió después es bien sabido, como lo dijeron los obispos que participaron en el Sínodo que evaluó el Vaticano II a sus 25 años de inauguración y como lo recordó el Papa Benedicto XVI. En el Postconcilio hubo "luces y sombras", una aplicación a veces de continuidad con la historia de la Iglesia precedente y a veces de auténtica ruptura. Pero esto empezó a fraguarse inmediatamente después de clausurado el evento conciliar y a quien le tocó hacer frente a la crisis fue precisamente a Pablo VI.
Los años que él gobernó la Iglesia fueron los de la gran crisis, las secularizaciones masivas de sacerdotes, religiosos y religiosas, la irrupción del relativismo moral, el secularismo entrando a saco en naciones hasta ese momento católicas e incluso el abandono de multitud de católicos, desengañados con una Iglesia que se politizaba cada vez más, hacia las sectas o hacia el cisma lefebvriano. Todo eso lo sufrió el Papa Montini y fue así como se hizo santo, un gran santo que lo ha llegado a ser por la vía del martirio, pues aunque no derramó su sangre sí que vivió el ejercicio del pontificado como una gran cruz que el Señor le pidió que llevara por amor a Él y a la Iglesia. ¿Cómo debía estar cuando, en 1972, en la celebración de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, pronunció aquello de que "el humo del infierno ha entrado dentro de la Iglesia"? "Ya no hay confianza en la Iglesia”, añadió el Papa. “Confían en el primer profeta profano que habla en alguna revista o algún movimiento social, y corren tras él a preguntarle si tiene una fórmula para la verdadera vida. La duda ha entrado en nuestras conciencias, y entró por una ventana que debería haber sido abierta a la luz".
Pero nunca perdió la esperanza. Siempre fue consciente de que Dios era quien guiaba la historia de la humanidad y de la Iglesia. A su muerte, en 1978, todo parecía sumido en el caos y, sin embargo, pocos meses más tarde, tras el fugaz paso de Juan Pablo I, el Papa de la sonrisa, el Espíritu Santo dio a la Iglesia uno de los grandes regalos con que le ha obsequiado en la historia: San Juan Pablo II. Por eso, siempre hay que tener esperanza.