El artículo que sigue fue publicado, el pasado jueves, en Alfa y Omega. Y venía precedido de un extraordinario reportaje del nuevo fichaje del semanario, Rosa Cuervas, sobre los ataques a la libertad religiosa en España y en Europa, y de una entrevista de lo más ilustrativa a don Jaime Mayor Oreja.
Pero en Alfa y Omega (como en ReL), y a diferencia de otros muchos medios, nunca nos limitamos a la mera denuncia, sino que volcamos las tintas en el anuncio, en la propuesta, en la respuesta de y desde la Iglesia. Por eso, quisimos recordar que:
Cuando un grupo, una institución o una persona agreden a un católico o le impiden vivir y expresar su fe libremente, ¿qué se debe hacer? ¿Dejarlo pasar? ¿Responder en los mismos términos? ¿Denunciar la agresión, sin más? ¿Montar campañas de boicot on-line y alertas digitales? El dilema es, en el fondo, saber cómo se articula en el día a día el amor a los enemigos, cómo se traduce lo de poner la otra mejilla, cómo se conjuga el ser astutos como serpientes y sencillos como palomas. Benedicto XVI lo aclaraba en 2007, cuando explicaba que «la no violencia cristiana no consiste en rendirse ante el mal -según una falsa interpretación de presentar la otra mejilla-, sino en responder al mal con el bien, rompiendo de este modo la cadena de la injusticia. Así, se comprende que, para los cristianos, la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad. (...) La revolución del amor, un amor que no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa: ésta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Éste es el heroísmo de los pequeños, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida». Y es cierto: los testimonios confirman que, aunque cueste, ésta es la actitud que produce mejores frutos.
Poco tiempo después, la congregación decidió trasladar a este profesor a otro centro, pero hoy, María explica que, «por él, me di cuenta de cuánto puede un profesor tocar la mente y el corazón de los alumnos, y descubrí que quería ser maestra para poder llevar a los niños a Dios, y a Dios a los niños». Ahora, ella es profesora en un colegio católico, se casa en unos meses tras vivir un precioso noviazgo en castidad, y acaba de volver de Irlanda donde ha perfeccionado su formación, porque «quiero dar lo mejor a mis alumnos; en el fondo, haber tenido a este profesor me ayuda a valorar cómo puedo mejorar para ellos».