—Hermano mío, no te vayas aún. Quédate conmigo un poco más. Me gustaría seguir hablando sobre nuestro Señor Jesús que tanto deleite me produce.
—Sabes que no puedo, hermana. Debo irme. No está permitido a los monjes dormir fuera del convento. Ya se me está haciendo tarde.
Escolástica intenta convencer a su hermano para que se quede con ella a pasar la noche. Tiene vivos deseos de disfrutar de su compañía y aunque es una obediente discípula, en esta ocasión, necesita imperiosamente de su hermano Benito.
—Vamos, las reglas las pones tú.
—Yo he confeccionado la regla pero por inspiración divina, no puedo saltármelas sin más, iría en contra de la obediencia y la fidelidad a lo que Dios quiere de sus siervos.
—Pero Dios lo comprende. No eres cualquiera, eres el superior y ya cumples con todo lo dictado por él. No se molestará porque hagas esta excepción hoy conmigo.
—Precisamente por que soy el guía de estas pobres ovejas debo dar ejemplo—afirma rotundo Benito de Nursia, inasequible a los ruegos de su hermana Escolástica. Ella, encandilada por la nueva forma de vida y de estar en compañía del Señor que su hermano había iniciado, a base de silencio, trabajo y oración, le había seguido y había fundado con otras pocas compañeras la versión femenina de aquella piadosa obra. Había sido feliz cumpliendo al dedillo todas y cada una de las enseñanzas de su hermano, y había encontrado al Señor en esa "fuga mundi", en esa vida aislada y retirada de los ambientes depravados de la sociedad romana que les había tocado vivir. Pero aquella tarde todo era distinto. Se sentía algo deprimida y triste, no sabía porqué, pero lo que si sabía era que las palabras de su hermano, la manera en como hablaba de Jesucristo, la excepcional santidad que él transmitía, la mirada celestial que reflejaba, la llenaban de consuelo y de paz interior. Sí, aquella tarde necesitaba a su hermano y estaba convencida de que no hacía nada en contra del Señor, que él lo comprendía todo, que comprendía su estado. Oraría fuerte y sinceramente al Dios todopoderoso para que viera la humildad de su esclava y la mirase con favor.
Mientras Escolástica oraba con humildad confiada en su interior, Benito se despedía de las hermanas en la puerta del pequeño convento.
—Adiós hermana, en unos días volveremos a vernos.
Pero en el mismo momento que Benito iniciaba el camino de unas pocas millas hacía su casa masculina, empezó a tronar y llover violentamente. Las pocas y naranjas luces del atardecer se apagaron totalmente hasta volverse todo oscuro y tenebroso. Benito había podido recorrer tan solo unos metros cuando vio imposible avanzar al sumarse al aparato eléctrico un aire huracanado, que se lo llevaba arrastrado hacía lo más profundo del bosque y decidió, no con poco esfuerzo, volver sobre sus pasos. Escolástica no cabía en sí de gozo al ver venir a su hermano hacia ella, intentando librarse del pequeño diluvio. Dios había escuchado sus ruegos y le había sonreído.
—Ven, hermano —acoge Escolástica a su hermano entres sus brazos, arropándolo con un mantón seco—, el Señor ha escuchado mi plegaria y me temo que vas a tener que esperar a resguardo hasta que escampe.
Benito sin decir una palabra notaba la intensa confianza y amor de su hermana por Dios y por él.
—Ven pasemos adentro a refugio de la tormenta y tomemos un caldo caliente—animó a su hermano a dejarse querer.
Durante toda la noche siguió la tempestad y en ningún momento puedo Benito iniciar el camino de vuelta hasta bien entrada la mañana, así que descansó en el Señor y mantuvo una larga charla con su hermana sobre las realidades celestiales, el Señorío de Cristo y la fuerza del amor, a lo que Escolástica respondió con gozo y devoción por el Señor y por su adorado hermano.
Unos días después Benito cogía el azadón para arar la tierra, después de las pertinentes oraciones en comunidad de maitines y laudes, de un escueto desayuno de leche y pan duro y de una hora de devoto estudio de las escrituras. Pero cuando Benito bajó el apero no lo hizo con fuerza sino con desmayo e incluso, tuvo que dejarse caer de rodillas falto de fuerza y energía. Un hermano que había reparado en ello, se acercó con premura a su querido abad temiendo algún problema de salud.
—¿Qué te ocurre, hermano Benito?
—Ha sido un desmayo, una falta repentina de fuerza en mis piernas —confirma Benito apoyado en su discípulo—, mi hermana ha muerto.
—¿Cómo? no ha venido ningún mensajero. Llevamos días sin recibir ninguna visita.
—No me lo ha dicho nadie. Lo sé. Desde el cielo me ha comunicado lo siguiente: "gracias, hermano mío, por tantas tardes juntos que me hicieron creer más y más en el cielo que ahora contemplo. Aquí te espero"
Sobrecogido el hermano ayuda a levantar a su abad que a duras penas logra incorporarse.
—Ayúdame a llegar al banco —ruega Benito mientras recupera el equilibrio—, querido hermano, debo confesarte una cosa. El cielo me envía un mensaje. Nuestra regla es el esqueleto pero la caridad es la carne que lo recubre. Los huesos no pueden modificarse a riesgo de romperse, pero los músculos son flexibles para poder mover nuestro cuerpo según las circunstancias. Y finalmente, la sangre es lo que vivifica todo. Así pues, las reglas ordenan nuestra vida, la caridad la orienta y nuestro Señor tiene la última palabra.
"Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos" (Hb 4:15, 16)
Dedicado a mis hermanos en la fe: César Aybar y su esposa Cristina Pérez, que intentan vivir con equilibrio en la libertad de los hijos de Dios.
—Sabes que no puedo, hermana. Debo irme. No está permitido a los monjes dormir fuera del convento. Ya se me está haciendo tarde.
Escolástica intenta convencer a su hermano para que se quede con ella a pasar la noche. Tiene vivos deseos de disfrutar de su compañía y aunque es una obediente discípula, en esta ocasión, necesita imperiosamente de su hermano Benito.
—Vamos, las reglas las pones tú.
—Yo he confeccionado la regla pero por inspiración divina, no puedo saltármelas sin más, iría en contra de la obediencia y la fidelidad a lo que Dios quiere de sus siervos.
—Pero Dios lo comprende. No eres cualquiera, eres el superior y ya cumples con todo lo dictado por él. No se molestará porque hagas esta excepción hoy conmigo.
—Precisamente por que soy el guía de estas pobres ovejas debo dar ejemplo—afirma rotundo Benito de Nursia, inasequible a los ruegos de su hermana Escolástica. Ella, encandilada por la nueva forma de vida y de estar en compañía del Señor que su hermano había iniciado, a base de silencio, trabajo y oración, le había seguido y había fundado con otras pocas compañeras la versión femenina de aquella piadosa obra. Había sido feliz cumpliendo al dedillo todas y cada una de las enseñanzas de su hermano, y había encontrado al Señor en esa "fuga mundi", en esa vida aislada y retirada de los ambientes depravados de la sociedad romana que les había tocado vivir. Pero aquella tarde todo era distinto. Se sentía algo deprimida y triste, no sabía porqué, pero lo que si sabía era que las palabras de su hermano, la manera en como hablaba de Jesucristo, la excepcional santidad que él transmitía, la mirada celestial que reflejaba, la llenaban de consuelo y de paz interior. Sí, aquella tarde necesitaba a su hermano y estaba convencida de que no hacía nada en contra del Señor, que él lo comprendía todo, que comprendía su estado. Oraría fuerte y sinceramente al Dios todopoderoso para que viera la humildad de su esclava y la mirase con favor.
Mientras Escolástica oraba con humildad confiada en su interior, Benito se despedía de las hermanas en la puerta del pequeño convento.
—Adiós hermana, en unos días volveremos a vernos.
Pero en el mismo momento que Benito iniciaba el camino de unas pocas millas hacía su casa masculina, empezó a tronar y llover violentamente. Las pocas y naranjas luces del atardecer se apagaron totalmente hasta volverse todo oscuro y tenebroso. Benito había podido recorrer tan solo unos metros cuando vio imposible avanzar al sumarse al aparato eléctrico un aire huracanado, que se lo llevaba arrastrado hacía lo más profundo del bosque y decidió, no con poco esfuerzo, volver sobre sus pasos. Escolástica no cabía en sí de gozo al ver venir a su hermano hacia ella, intentando librarse del pequeño diluvio. Dios había escuchado sus ruegos y le había sonreído.
—Ven, hermano —acoge Escolástica a su hermano entres sus brazos, arropándolo con un mantón seco—, el Señor ha escuchado mi plegaria y me temo que vas a tener que esperar a resguardo hasta que escampe.
Benito sin decir una palabra notaba la intensa confianza y amor de su hermana por Dios y por él.
—Ven pasemos adentro a refugio de la tormenta y tomemos un caldo caliente—animó a su hermano a dejarse querer.
Durante toda la noche siguió la tempestad y en ningún momento puedo Benito iniciar el camino de vuelta hasta bien entrada la mañana, así que descansó en el Señor y mantuvo una larga charla con su hermana sobre las realidades celestiales, el Señorío de Cristo y la fuerza del amor, a lo que Escolástica respondió con gozo y devoción por el Señor y por su adorado hermano.
Unos días después Benito cogía el azadón para arar la tierra, después de las pertinentes oraciones en comunidad de maitines y laudes, de un escueto desayuno de leche y pan duro y de una hora de devoto estudio de las escrituras. Pero cuando Benito bajó el apero no lo hizo con fuerza sino con desmayo e incluso, tuvo que dejarse caer de rodillas falto de fuerza y energía. Un hermano que había reparado en ello, se acercó con premura a su querido abad temiendo algún problema de salud.
—¿Qué te ocurre, hermano Benito?
—Ha sido un desmayo, una falta repentina de fuerza en mis piernas —confirma Benito apoyado en su discípulo—, mi hermana ha muerto.
—¿Cómo? no ha venido ningún mensajero. Llevamos días sin recibir ninguna visita.
—No me lo ha dicho nadie. Lo sé. Desde el cielo me ha comunicado lo siguiente: "gracias, hermano mío, por tantas tardes juntos que me hicieron creer más y más en el cielo que ahora contemplo. Aquí te espero"
Sobrecogido el hermano ayuda a levantar a su abad que a duras penas logra incorporarse.
—Ayúdame a llegar al banco —ruega Benito mientras recupera el equilibrio—, querido hermano, debo confesarte una cosa. El cielo me envía un mensaje. Nuestra regla es el esqueleto pero la caridad es la carne que lo recubre. Los huesos no pueden modificarse a riesgo de romperse, pero los músculos son flexibles para poder mover nuestro cuerpo según las circunstancias. Y finalmente, la sangre es lo que vivifica todo. Así pues, las reglas ordenan nuestra vida, la caridad la orienta y nuestro Señor tiene la última palabra.
"Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos" (Hb 4:15, 16)
Dedicado a mis hermanos en la fe: César Aybar y su esposa Cristina Pérez, que intentan vivir con equilibrio en la libertad de los hijos de Dios.