La cuarta Palabra nos habla del honor debido a los padres. “Honor” significa la importancia que algo tiene en nuestra vida. Así honrar a Dios es reconocer su presencia trinitaria en nosotros. Vivir del amor primero en el que hemos sido amados.
Honrar al padre y a la madre es reconocer su importancia en nuestra vida con hechos concretos que signifiquen afecto y cuidado. En algunos casos el recuerdo del padre o de la madre lleva una cierta amargura. Conviene curar esas heridas para que el rencor y el odio no nos marque la vida. La realidad he sido dura, el amor de Dios hacia ellos debe ser mayor. Es una muestra preciosa de nuestra fe cristiana.
“La Cuarta palabra tiene una característica suya. Es el mandamiento que contiene un resultado. Dice, de hecho: «Honra a tu padre y a tu madre, como te ha mandado el Señor tu Dios, para que se prolonguen tus días y te vaya bien en la tierra que el Señor tu Dios te va a dar». Honrar a los padres lleva a una larga vida feliz. La palabra «felicidad» en el Decálogo aparece solo ligada a la relación con los padres. Esta sabiduría plurimilenaria dice que la huella de la infancia marca toda la vida. Puede ser fácil, a menudo, entender si alguno ha crecido en un ambiente sano y equilibrado. Pero igualmente percibir si una persona viene de experiencias de abandono o de violencia. Nuestra infancia es un poco como la tinta indeleble, se expresa en los justos, en los modos de ser, incluso si algunos intentan esconder las heridas de los propios orígenes”.
La Cuarta Palabra no dice que tengamos unos padres perfectos. Pero todos los hijos podemos ser felices reconociendo la importancia de quienes nos trajeron a la existencia. “Pensemos en lo constructiva que puede ser esta Palabra para muchos jóvenes que vienen de historias de dolor y para todos aquellos que ha sufrido en la propia juventud. Muchos santos -y muchísimos cristianos- después de una infancia dolorosa han vivido una vida luminosa, porque gracias a Jesucristo, se han reconciliado con la vida. Pensemos en aquel joven, hoy beato, y el próximo mes santo, Sulprizio, que con 19 años terminó su vida reconciliado con tantos dolores, tantas cosas, porque su corazón estaba sereno y nunca había renegado de sus padres. Pensemos en San Camilo de Lelis, que desde una infancia desordenada construyó una vida de amor y de servicio: en santa Josefina Bakhita, crecida en una horrible esclavitud; o en el beato Carlo Gnocchi, huérfano y pobre; y en propio san Juan Pablo II, marcado por la pérdida de la madre en una tierna edad”.
Más allá de la realidad humana de los padres, el Señor nos constituye familia espiritual haciéndonos hijos suyos por el bautismo. Desde esta perspectiva, incluso las heridas que supuran adquieren un sentido providencial en el proyecto amoroso de Dios: “Entonces podemos empezar a honrar a nuestros padres con libertad de hijos adultos y con misericordiosa acogida de sus límites. Honrar a los padres: ¡nos han dado la vida! Si tú estás lejos de tus padres, haz un esfuerzo y vuelve a ellos; tal vez son viejos… Te han dado la vida. Y después, entre nosotros está la costumbre decir cosas feas, incluso palabrotas… Por favor, nunca, nunca, nunca insultéis a los padres de los demás. ¡Nunca! Nunca se insulta a la madre, nunca insultéis al padre. ¡Nunca! ¡Nunca! Tomad vosotros mismos esta decisión interior: desde hoy en adelante nunca insultaré a la madre o al padre de nadie. ¡Le han dado la vida! No deben ser insultados”.