¿Cómo es posible que un acto a todas luces criminal como es el de matar a niños en el vientre materno se contempla en la sociedad actual como un “derecho”? Y lo que es peor: ¿por qué hay tanta gente que se lo cree?
Se trata de algo tan antiguo, y tan humano, como la ingeniería social y la manipulación de las mentes. Muchos pueblos indígenas de América se denominaban a sí mismos “los seres humanos” –por ejemplo, los famosos cheyennes- y consideraban que seres humanos eran solamente ellos, y no la tribu vecina. Naturalmente, matar a miembros de la tribu vecina no era matar seres humanos, sino cosas o animales. Esta curiosa consideración de uno mismo como el único ser humano y “cosificar” al vecino no es privativa de los cheyennes: se encuentra en la base del sistema de castas hindú o en la “democrática” sociedad ateniense, que era “demócratica” para unos pocos ciudadanos cualificados, y que excluía a los esclavos –cosas-, mujeres –casi cosas-, extranjeros –bichos raros- y transeúntes. (Se nos ha puesto como modelo de “democracia” a esta plutocracia ateniense, clasista y dictatorial, por el mero hecho de haber sido mitificada con mala fe por los ilustrados del siglo XVIII).
En la India, mitificada hoy también por los postmodernos yanquis y algún existencialista francés despistado, disponen de un férreo sistema de castas que “cosifica” a las personas y las va “descosificando” a medida que ascienden en esta siniestra escala social. Así, un brahmán es un ciudadano –otra palabra que habría que enterrar- con plenos derechos y con alma y billete de primera clase en el proceso de la reencarnación, ese cuento chino, nunca mejor dicho.
Podrían ponerse muchos más ejemplos, pero entonces ustedes se aburrirían y, si tienen curiosidad, búsquenlos en internet.
Reducir al ser humano a la condición de objeto
El proceso empieza por “cosificar” al ser humano. Los nazis lo hicieron con los judíos, los gitanos, los eslavos y los católicos: eran üntermensch, infrahombres. Además, esos no-humanos chupaban la sangre del noble pueblo alemán. Bastaron un par de décadas de propaganda para que el noble pueblo alemán se tragase el cuento. Aún así –porque 20 años son pocos en un proceso de ingeniería social- tuvieron que hacer lo de los campos de exterminio medio en secreto: incluso un alemán con el cerebro lavado por el doctor Goebbels sabía que asesinar mujeres y niños judíos no era algo, digamos, loable.
En España, hace 50 años, hablar de leyes que permitiesen asesinar niños en el seno materno hubiera sonado a pesadilla nazi o estalinista, que es peor. La clase burguesa abortaba en el extranjero y los maridos católicos con querida tranquilizaban su conciencia yendo a Misa. Hoy, los burgueses españoles tranquilizan su conciencia votando a partidos de izquierda y dando alguna pasta a las ONG’s. Ya no tienen una, sino varias queridas y se han divorciado tres o cuatro veces. Pero son tan fariseos como el nacionalcatólico de los años 50 y 60. Sin embargo, éste último sabía que su comportamiento no era el correcto –como Felipe II, el adúltero-. El progre burgués –como Enrique VIII, el adúltero- se inventa una religión laica para justificar su adulterio y acallar su conciencia, con lo cual, además de fariseo, el progre burgués es un mentiroso y un cobarde.
La religión laica y la política
En nombre de la ciencia –la ciencia es uno de los dogmas de la religión laica, así como el culto al cuerpo y prohibir el tabaco-, en nombre de la ciencia, digo, se empezó la campaña para cosificar al embrión y al feto, con la idiotez esa del conjunto de células, como si no fuésemos todos exactamente eso: un conjunto de células, qué descubrimiento, chicos. Una vez “cosificado” el feto, nada impedía adjudicarse el derecho a matarlo. Como nada impedía matar legalmente a los judíos en la Alemania nazi. Los cheyennes y los cartagineses o los mayas, que también asesinaban niños a mansalva, tuvieron la decencia de no llamar a ese crímen “derecho”, sino sacrificio ritual o algo por estilo. El ser humano postmoderno es de una ruindad que bordea lo monstruoso.
“Cosificar” a quien se quiere asesinar, física o civilmente, ese es el secreto. Un maketo para un etarra y sus compañeros es una “cosa”; un español, para un holandés o un inglés del XVIII y del XIX, era una “cosa”, resultado de la extraordinaria campaña de “cosificación” bautizada como Leyenda Negra: la sarta de mentiras mejor urdida de la Historia. Un español, para un catalán independentista, lleva camino de convertirse en una “cosa” que, además, “nos roba”. El proceso, como ven, es siempre el mismo y se puede graduar, porque no siempre es necesario llegar al asesinato para lograr el fin perseguido.
Los curas han sido “cosificados” sin ninguna contemplación desde la Revolución Francesa y les han dedicado todo tipo de insultos y adjudicado todo tipo de crímenes. Matar curas, pues, es un deporte que se sigue practicando con gran entusiasmo y enorme satisfacción por parte de esos hermanos de la viuda, esos masones que van de altruistas y de honrados ciudadanos –sic-. El asunto se extiende a los cristianos en general, y llevamos el récord de un cristiano muerto en el mundo cada 5 minutos. Una olimpíada de odio que no cesa.
El autor intelectual de todos estos crímenes fue el filósofo empirista inglés Locke. Rousseau, francés, claro, completó la tarea. Pero no quiero extenderme con la filosofía porque esto se haría demasiado largo, incluso denso, y, a lo peor, se cansaban ustedes.