No existe una antinomia mayor, una contradicción más imposible o una paradoja más vertiginosa que la de un mundo sin Dios. Como san Pablo dice retomando a los filósofos griegos, en Él somos, nos movemos y existimos.
Y aún así tantos se empeñan en no conocer la Luz de la que todos provenimos, la Palabra eterna y definitiva del Padre que vino a acampar entre nosotros cuando habíamos merecido la eterna separación de Dios.
Hoy en la Iglesia cerramos por defunción, es un día de desolación y tristeza atesorada por la esperanza de la resurrección que aguarda entre las piedras de un sepulcro que se iluminará al amanecer del tercer día.
El tercer día...que será el día primero para la humanidad futura en la que muertos al pecado resucitaremos a la vida.
Y mientras tanto, en un día como hoy, no hay Eucaristía, no hay presencia de Dios sacramental, salvo la reservada para los viáticos como casos extremos que no pueden participar del memorial vivo de Semana Santa, porque van hacia la Pascua del cielo.
Está pero no se le ve, se presiente la primicia de resurrección que el sábado será ya inminente, pero es aún una promesa que sólo resuena con fuerza en los corazones de quienes han creído y de entre todos ellos, uno sólo: el de aquella a quien dijeron bienaventurada porque había creído cuyo corazón fue traspasado también por la espada.
Es un día sin Dios, un día sin aliento, donde el pecado parece haber vencido, donde los cielos se cargan de negros nubarrones y la tormenta hace temblar la tierra en sus entrañas más profundas rasgando el velo de la antigua ley, para llevarnos a la nueva alianza.
Hoy no caben los dedos acusadores, la lamentación por el pecado que nos ha llevado aquí ni la lucha contra la hipocresía y el fariseísmo que todos llevamos dentro. Hoy huelga la humanidad, huelga Dios, huelga el mundo. La creación gime y se retuerce con dolores de parto, y un silencio ominoso lo embarga todo.
Hay claridad en el dolor, y la muerte tiene el extraño don de ponernos en una sintonía existencial que nos descubre lo esencial de las cosas, tan habitualmente oculto a nuestros ojos mundanos.
Hoy el dolor no acusa, ni hace buenos a los buenos, ni malos a los malos. Todo se hace patente, como para el centurión romano Longinos que ya muerto reconoce al hijo de Dios.
No se puede añadir nada al dolor, no se puede apostillar el sacrificio último, no se puede comentar.
No cabe la rebeldía, ni la venganza, ni el cuestionamiento.
Todo es silencio, todo es es sobrecogimiento, todo es kairós, tan evidente que hasta los muertos caminan salidos de sus tumbas para hacer sus admoniciones a los que aún están vivos mientras muerto el que es la vida parece que el mundo acaba de morir.
Algo sucede en las entrañas del sepulcro, en las raíces de la tierra mala donde se clava la cruz, en las simas geodésicas del fondo de la tierra y en la profundidad inextricable del universo.
El tiempo calla, la eternidad espera, la creación está expectante.
Y en medio del dolor una pancarta en una Iglesia vacía, donde yace venerado un madero y hay un cartel que afuera reza: cerrado por defunción.