Hemos hablado mucho sobre la urgencia de trabajar por los excluidos, siendo capaces de integrarlos a la sociedad; sin embargo, para que esto vaya más allá de los buenos deseos, hay que trabajar y acompañar pastoralmente a los incluidos, aquellos que lo tienen todo desde el punto de vista social y material. Queremos empresarios identificados con la justicia laboral, pero nos preocupados poco o casi nada  por educar y formar a dicho sector a través de iniciativas como un colegio o movimiento eclesial. Para lavarnos las manos como Pilatos, casi siempre decimos que esa no es nuestra opción. Es más, si a una congregación se le ocurre fundar una universidad en plena zona metropolitana, le llueven las críticas, pues “¡cómo pueden preferir eso a irse con los pobres de la sierra!”; sin embargo, tal afirmación parte de personas con una mirada bastante limitada y prejuiciosa. En la medida en que evangelicemos a los que han conseguido un lugar en la sociedad, podremos sensibilizarlos ante realidades tan complejas como la miseria. Olvidar -pastoralmente hablando- a los incluidos, provoca que crezca el número de excluidos.

Hoy día, el 90% de las órdenes religiosas forma a sus miembros para trabajar en los contextos rurales y periféricos; sin embargo, ¿dónde queda el apostolado urbano?, ¿acaso Dios ya se encuentra bien enraizado en las capitales de occidente?, ¿alguien les enseña a participar en un debate en cadena nacional? El resultado de centrarse exclusivamente en una parte de la realidad es perder la perspectiva. Que las Misioneras de la Caridad envíen a sus junioras a los barrios más necesitados es lógico, toda vez que su carisma tiene la opción preferencial por los pobres entre los pobres; sin embargo, las instituciones que tienen otro tipo de misión, deberían considerar capacitar a sus miembros para que también sepan cómo hacerse presentes en contextos tan complejos como las metrópolis, cuya diversidad cultural es un reto muy especial.  

Algunos religiosos y laicos han caído en el populismo, esa extraña obsesión por la imagen y los aplausos. Rechazan a los jóvenes ricos, so pretexto de estar con los que menos tienen; sin embargo, olvidan que Jesús llamó sin hacer distinción. Pablo era más rico que Pedro y aún así desempeñó una tarea titánica y heroica. Es normal que se hable más de trabajar con los enfermos que con los empresarios; sin embargo, el Espíritu Santo es tan diverso como las necesidades que tenemos. La Iglesia necesita estar abierta a todos, buscando que los incluidos conozcan a los excluidos y así les abran las puertas, pero mientras sigamos encasillándolo todo en categorías socioeconómicas no habrá remedio para nadie.

No excluyamos a los que quieren trabajar por la nueva evangelización en medio de los circuitos financieros, pues esa es una de tantas fronteras urbanas. La cortedad de miras es contraria al Evangelio. Formemos a los incluidos, despertemos en cada uno de ellos la experiencia de Dios y, entonces, estarán en condiciones de salir al encuentro de los últimos, aquellos que no tienen voz. Para conseguirlo, hay que formarse, abrir instituciones bien organizadas y, sobre todo, dar ejemplo de lo que decimos creer.