—No lo hagas Judas, te lo suplico, —ruega Pedro desesperado—¿Qué quieres conseguir?
—¿Qué quiero conseguir?—responde Judas mientras intenta zafarse de Pedro que le tiene sujeto por la manga.— Lo mismo que tú, lo mismo que todos vosotros. ¿O es que vas a decir que estás con el maestro por... amor?
—Si. Sin duda. Le queremos.—Responde con firmeza Pedro sin soltar a su compañero.—Es nuestro maestro, nuestro amigo, lo acaba de decir ahí dentro, durante la cena. Nos ha llamado amigos. Y le debemos lealtad y fidelidad.
—¿Porqué le seguiste, Pedro? ¿Se acercó a ti y te dijo: ven, seamos amigos, compartamos nuestra comida y pasemos un buen rato? No. Te prometió algo. Nos llenó la cabeza a cada uno de nosotros con promesas de una vida mejor, una superación de nuestra vida mediocre; prestigio, poder, influencia. Un cambio radical. ¿Qué te dijo Pedro? ¿Qué te prometió?
Pedro baja la mirada ante la pregunta inquisitoria de Judas.
—Vamos Pedro, ¿Qué te prometió?
—Que sería pescador de hombres.
—Efectivamente, te dijo: ven, yo te haré pescador de hombres. ¿Qué significa eso? Solo él lo sabe, constantemente se ha dirigido a nosotros con esas palabras enigmáticas: el reino de los cielos ha llegado, verás cosas más grandes, el que abandone todo por seguirme obtendrá el ciento por uno, yo construiré este templo en tres días... Yo ya estoy harto de esperar, estoy harto de promesas incumplidas. Y ahora cuando parece que por fin ha llegado el momento cambia el discurso y dice que va a morir, que lo van a matar. ¿Y nuestro reino? ¿Qué pasa con nosotros? Nos unimos a él por diferentes motivos, pero nunca quisimos seguir a un perdedor, a un débil. Nos llenó de esperanza y ahora nos traiciona. No, no soy yo quién lo va a hacer como ha dicho ahí dentro, es él el que lo ha hecho. Nos ha traicionado, nos ha engañado.
Pedro siente que la tierra se abre bajo sus pies. Judas no deja de tener razón. Todos ellos se habían aventurado a seguirle porque veían a un hombre poderoso y atractivo que decía cosas muy sabias y hacía milagros. Es verdad que era de trato sencillo y les miraba con aquella sincera amistad, pero nunca hubieran dejado sus casas y sus trabajos solo por seguir a alguien sencillo y amable. Las dejaron e iniciaron esa vida errante e incierta porque creían seguir a un hombre con poder. Ellos, gente normal habían pasado a formar parte de una élite, de un grupo escogido, de la noche a la mañana y todos los miraban con admiración y respeto. Es verdad que se habían ganado enemigos entre las clases altas pero Jesús sabría como hacerles frente. Habían iniciado una revolución y Jesús sabría como llevarla a cabo. Es verdad que hablaba de humildad y de amor pero aquellos discursos debían tener alguna interpretación profunda, como cuando les hablaba en parábolas que nadie entendía y se las explicaba a parte. Debía haber algún significado doble y oculto porque todo el mundo sabe que en esta vida, si eres humilde y pones el amor por encima de cualquier cosa, acabas mal. Siempre habrá alguien que te someta. Si cedes, pierdes.
—Mira Pedro, yo solo voy a precipitar las cosas y veremos en qué acaba todo esto. Si lo arrestan y no se defiende o no sabe defenderse, lo matarán y sabremos que todo ha sido una ilusión, que hemos apostado por un charlatán o un iluso. Y si sale indemne, sabremos quién es y lo que quiere.
—Estás interfiriendo en sus planes.
—No, que va. Tú mismo lo has oído. Lo sabe. Sabe lo que voy a hacer. Estoy dentro de sus planes. Lo quiere. Quiere que lo haga. Me ha dicho que lo lleve a cabo ya. Si no lo hago yo, lo hará otro.
Pedro no se convence. En lo más profundo sabe que no está bien que traicione a su maestro e insiste:
—No lo hagas Judas. Esto no es un juego. Estamos hablando de la vida de un hombre.
—No. Estamos hablando de la vida de muchos hombres, de la vida de nuestro pueblo. Estamos hablando de la revolución, de cambiar las cosas, de recuperar nuestra dignidad. Este hombre ha tocado lo más profundo y lo más sensible de nuestra historia. ¿Se autoproclama Mesías? Que lo sea de una vez, que nos libere del yugo romano, que nos devuelva nuestra identidad. No soy yo quién lo ha metido en este lío, ha sido él solo.
—Pero él nunca habla de guerras, ni de violencias. Habla de amar al enemigo y de paz y de servicio,— insiste Pedro sin convicción— habla de generosidad, de llevar nuestra carga, de perdonar.
—Las cosas no son tan fáciles. También nos ha dicho en alguna ocasión que negociemos nuestros dones, que no seamos cobardes, que seamos violentos para alcanzar su reino, que luchemos —responde Judas sin amilanarse—, mira... yo no estoy diciendo que compartas mi visión de las cosas, solo quiero que me dejes hacer lo que tengo que hacer.
Pedro suelta definitivamente el manto de Judas. Sabe que es una mala decisión pero no puede hacer otra cosa. Judas es más inteligente que él y jamás le convencería con palabras, de nada. Pero, además es más decidido que él. Pedro se siente débil y cobarde. Se encuentra ante un momento decisivo para la vida de su querido maestro y la suya propia y en lo único que puede pensar es en su propio pellejo. Judas tenía razón. Se habían acercado a él por su magnetismo, por sus promesas y por su poder. Ahora que parece el final y Jesús les ha advertido de su muerte, el miedo le invade.
—Tranquilo, si las cosas salen mal, tampoco habremos perdido nada. Volveremos a ser los mismos, volveremos a nuestras insulsas y pobres vidas y recordaremos estos años como un sueño bonito pero fugaz—se despide Judas.
Su figura se pierde entre las sombras de la noche y en el alma de Pedro resuenan sus últimas palabras.
No. Nunca volverían a ser los mismos. Mientras, lentamente, se da la vuelta y se encamina a la estancia donde los demás terminan la velada con Jesús, para unirse a ellos.
A dónde iría el, si sólo Jesús tenía palabras de vida eterna.
No. Después de conocerle, jamás volverían a ser los mismos.
Ninguno.
“Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada. El que no permanece en mí es desechado y se seca, como las ramas que se recogen, se arrojan al fuego y se queman.” (Jn 15:5, 6)
—¿Qué quiero conseguir?—responde Judas mientras intenta zafarse de Pedro que le tiene sujeto por la manga.— Lo mismo que tú, lo mismo que todos vosotros. ¿O es que vas a decir que estás con el maestro por... amor?
—Si. Sin duda. Le queremos.—Responde con firmeza Pedro sin soltar a su compañero.—Es nuestro maestro, nuestro amigo, lo acaba de decir ahí dentro, durante la cena. Nos ha llamado amigos. Y le debemos lealtad y fidelidad.
—¿Porqué le seguiste, Pedro? ¿Se acercó a ti y te dijo: ven, seamos amigos, compartamos nuestra comida y pasemos un buen rato? No. Te prometió algo. Nos llenó la cabeza a cada uno de nosotros con promesas de una vida mejor, una superación de nuestra vida mediocre; prestigio, poder, influencia. Un cambio radical. ¿Qué te dijo Pedro? ¿Qué te prometió?
Pedro baja la mirada ante la pregunta inquisitoria de Judas.
—Vamos Pedro, ¿Qué te prometió?
—Que sería pescador de hombres.
—Efectivamente, te dijo: ven, yo te haré pescador de hombres. ¿Qué significa eso? Solo él lo sabe, constantemente se ha dirigido a nosotros con esas palabras enigmáticas: el reino de los cielos ha llegado, verás cosas más grandes, el que abandone todo por seguirme obtendrá el ciento por uno, yo construiré este templo en tres días... Yo ya estoy harto de esperar, estoy harto de promesas incumplidas. Y ahora cuando parece que por fin ha llegado el momento cambia el discurso y dice que va a morir, que lo van a matar. ¿Y nuestro reino? ¿Qué pasa con nosotros? Nos unimos a él por diferentes motivos, pero nunca quisimos seguir a un perdedor, a un débil. Nos llenó de esperanza y ahora nos traiciona. No, no soy yo quién lo va a hacer como ha dicho ahí dentro, es él el que lo ha hecho. Nos ha traicionado, nos ha engañado.
Pedro siente que la tierra se abre bajo sus pies. Judas no deja de tener razón. Todos ellos se habían aventurado a seguirle porque veían a un hombre poderoso y atractivo que decía cosas muy sabias y hacía milagros. Es verdad que era de trato sencillo y les miraba con aquella sincera amistad, pero nunca hubieran dejado sus casas y sus trabajos solo por seguir a alguien sencillo y amable. Las dejaron e iniciaron esa vida errante e incierta porque creían seguir a un hombre con poder. Ellos, gente normal habían pasado a formar parte de una élite, de un grupo escogido, de la noche a la mañana y todos los miraban con admiración y respeto. Es verdad que se habían ganado enemigos entre las clases altas pero Jesús sabría como hacerles frente. Habían iniciado una revolución y Jesús sabría como llevarla a cabo. Es verdad que hablaba de humildad y de amor pero aquellos discursos debían tener alguna interpretación profunda, como cuando les hablaba en parábolas que nadie entendía y se las explicaba a parte. Debía haber algún significado doble y oculto porque todo el mundo sabe que en esta vida, si eres humilde y pones el amor por encima de cualquier cosa, acabas mal. Siempre habrá alguien que te someta. Si cedes, pierdes.
—Mira Pedro, yo solo voy a precipitar las cosas y veremos en qué acaba todo esto. Si lo arrestan y no se defiende o no sabe defenderse, lo matarán y sabremos que todo ha sido una ilusión, que hemos apostado por un charlatán o un iluso. Y si sale indemne, sabremos quién es y lo que quiere.
—Estás interfiriendo en sus planes.
—No, que va. Tú mismo lo has oído. Lo sabe. Sabe lo que voy a hacer. Estoy dentro de sus planes. Lo quiere. Quiere que lo haga. Me ha dicho que lo lleve a cabo ya. Si no lo hago yo, lo hará otro.
Pedro no se convence. En lo más profundo sabe que no está bien que traicione a su maestro e insiste:
—No lo hagas Judas. Esto no es un juego. Estamos hablando de la vida de un hombre.
—No. Estamos hablando de la vida de muchos hombres, de la vida de nuestro pueblo. Estamos hablando de la revolución, de cambiar las cosas, de recuperar nuestra dignidad. Este hombre ha tocado lo más profundo y lo más sensible de nuestra historia. ¿Se autoproclama Mesías? Que lo sea de una vez, que nos libere del yugo romano, que nos devuelva nuestra identidad. No soy yo quién lo ha metido en este lío, ha sido él solo.
—Pero él nunca habla de guerras, ni de violencias. Habla de amar al enemigo y de paz y de servicio,— insiste Pedro sin convicción— habla de generosidad, de llevar nuestra carga, de perdonar.
—Las cosas no son tan fáciles. También nos ha dicho en alguna ocasión que negociemos nuestros dones, que no seamos cobardes, que seamos violentos para alcanzar su reino, que luchemos —responde Judas sin amilanarse—, mira... yo no estoy diciendo que compartas mi visión de las cosas, solo quiero que me dejes hacer lo que tengo que hacer.
Pedro suelta definitivamente el manto de Judas. Sabe que es una mala decisión pero no puede hacer otra cosa. Judas es más inteligente que él y jamás le convencería con palabras, de nada. Pero, además es más decidido que él. Pedro se siente débil y cobarde. Se encuentra ante un momento decisivo para la vida de su querido maestro y la suya propia y en lo único que puede pensar es en su propio pellejo. Judas tenía razón. Se habían acercado a él por su magnetismo, por sus promesas y por su poder. Ahora que parece el final y Jesús les ha advertido de su muerte, el miedo le invade.
—Tranquilo, si las cosas salen mal, tampoco habremos perdido nada. Volveremos a ser los mismos, volveremos a nuestras insulsas y pobres vidas y recordaremos estos años como un sueño bonito pero fugaz—se despide Judas.
Su figura se pierde entre las sombras de la noche y en el alma de Pedro resuenan sus últimas palabras.
No. Nunca volverían a ser los mismos. Mientras, lentamente, se da la vuelta y se encamina a la estancia donde los demás terminan la velada con Jesús, para unirse a ellos.
A dónde iría el, si sólo Jesús tenía palabras de vida eterna.
No. Después de conocerle, jamás volverían a ser los mismos.
Ninguno.
“Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada. El que no permanece en mí es desechado y se seca, como las ramas que se recogen, se arrojan al fuego y se queman.” (Jn 15:5, 6)