Hace años, durante una visita de trabajo al Sur de Chile, conversaba con unos forestales sobre una serie de cuestiones que se suscitaban en la gestión de la madera en la región. Uno de ellos comentó algo así como: "Bueno, en primer lugar vamos a rayar la cancha para ver dónde estamos". Me hizo gracia la expresión, muy futbolística, pues para jugar al fútbol (o a cualquier otro deporte) es preciso saber cuáles son los límites de la zona de juego.
Pensaba en esta idea hace poco cuando hablaba con unos amigos sobre la moral cristiana. Con frecuencia, se considera que los principios morales son como las líneas de la cancha de fútbol, que indican los límites donde uno puede jugar: en definitiva los umbrales de lo que está bien y está mal. Si el partido de fútbol es coloquial, se juega en un campo abierto, por lo que hay que pintar primero las líneas ("rayar la cancha"). En la moral, cada uno juega en su propio campo, y pone los límites morales donde estima oportuno, aunque existe una entidad de referencia (el Magisterio de la Iglesia en el caso de la moral, la Federación de Fútbol en el caso del balompie) que nos indica qué limites son razonables y cuáles no. Podemos hacer la cancha más grande o más pequeña, pero al final es uno mismo el que sabe si los límites son los "reglamentarios", o en el fondo nos estamos engañando a nosotros mismos moviéndolos. Una moral autónoma en el fondo se acerca mucho al auto-engaño, aunque naturalmente cualquier moral tiene que ser propia, la vivimos nosotros, como fruto de nuestra libertad; de otro modo, no habría decisiones morales.
No puedo terminar este simil futbolístico, sin indicar que la moral no es en realidad una cuestión de límites, de la misma forma que la meta del futbolista no es conseguir que la pelota esté dentro de la línea de juego, sino jugar bien, marcar goles o defenderlos. La moral implica el ejercicio de las virtudes: como conseguimos ser mejores, y no la delimitación de los umbrales: como no caer en pecado. Con demasiada frecuencia en el pasado este segundo aspecto ha sido excesivamente protagonista, y cuando se pierde la perspectiva de la moral como vida plena, como la forma mejor de ser feliz, acaba convirtiéndose en puro fariseismo: se puede o no se puede hacer esto o lo otro, interpretando -casi siempre benignamente para uno y estrechamente para los demás- unos principios morales que solo son referencia, pero no meta. La meta, para un cristiano al menos, está muy clara: vivir la vida de Jesucristo, vivir como El, parecernos a El.
Pensaba en esta idea hace poco cuando hablaba con unos amigos sobre la moral cristiana. Con frecuencia, se considera que los principios morales son como las líneas de la cancha de fútbol, que indican los límites donde uno puede jugar: en definitiva los umbrales de lo que está bien y está mal. Si el partido de fútbol es coloquial, se juega en un campo abierto, por lo que hay que pintar primero las líneas ("rayar la cancha"). En la moral, cada uno juega en su propio campo, y pone los límites morales donde estima oportuno, aunque existe una entidad de referencia (el Magisterio de la Iglesia en el caso de la moral, la Federación de Fútbol en el caso del balompie) que nos indica qué limites son razonables y cuáles no. Podemos hacer la cancha más grande o más pequeña, pero al final es uno mismo el que sabe si los límites son los "reglamentarios", o en el fondo nos estamos engañando a nosotros mismos moviéndolos. Una moral autónoma en el fondo se acerca mucho al auto-engaño, aunque naturalmente cualquier moral tiene que ser propia, la vivimos nosotros, como fruto de nuestra libertad; de otro modo, no habría decisiones morales.
No puedo terminar este simil futbolístico, sin indicar que la moral no es en realidad una cuestión de límites, de la misma forma que la meta del futbolista no es conseguir que la pelota esté dentro de la línea de juego, sino jugar bien, marcar goles o defenderlos. La moral implica el ejercicio de las virtudes: como conseguimos ser mejores, y no la delimitación de los umbrales: como no caer en pecado. Con demasiada frecuencia en el pasado este segundo aspecto ha sido excesivamente protagonista, y cuando se pierde la perspectiva de la moral como vida plena, como la forma mejor de ser feliz, acaba convirtiéndose en puro fariseismo: se puede o no se puede hacer esto o lo otro, interpretando -casi siempre benignamente para uno y estrechamente para los demás- unos principios morales que solo son referencia, pero no meta. La meta, para un cristiano al menos, está muy clara: vivir la vida de Jesucristo, vivir como El, parecernos a El.